Porque los pensamientos no se leen, primero se escuchan, luego se escriben, y entonces sì, se leen.

domingo, abril 09, 2017

Cuando lo barato sale caro en Oslo


Alguien me preguntó hace poco “¿Y cómo escoges a dónde viajar?”, “Escoger, escoger –respondí - … poco escojo… me limito a comprar el boleto de avión más barato que encuentre”. Y es así como la veleta llamada me-sobra-un-poco-de-dinero-pero-no-lo-suficiente-como-pa’-escoger guía mis huellas…aunque a veces lo barato sale caro.
Esta vez el boleto más barato que encontré me hizo ir a tierra vikinga. Oslo. Y desde que lo compré pensé en aquel chiste, “Acaban de inaugurar un túnel que va desde Oslo a Tasco y a usted le voy a dar un boleto” y me acabo riendo solo, porque por aquí lo del albur no se estila.
Dotado de un par de chamarras extras, y aguantado el calor que eso conlleva en el aeropuerto de Barcelona, (porque claro, volar barato, significa viajar con lo que llevas puesto y con lo que quepa en la maletita de mano, así que uno se acaba viendo como cuando metes las papas y los refrescos debajo de la chamarra al cine), volé a una de las ciudades con mejor reputación en el mundo.
Al aterrizar en suelo nórdico me sorprendió lo pequeño que se veía desde arriba. “¿Pues qué Oslo no es capital?”. Y es que yo pensé que Rygge era el nombre del aeropuerto, y no el de la ciudad a una hora de Oslo a la que finalmente llegué… que es otra de las cosas de volar barato… normalmente te dejan en aeropuertos geográficamente lejos de todo, que en algunos lugares del mundo resultarían sospechosos por su remota ubicación. Habitual que me pase a mí estas cosas, porque ni me fijé donde estaba el aeropuerto.
Al comprar el boleto de tren del aeropuerto a Oslo (ida y vuelta por supuesto), me di cuenta de que aquel viaje sería caro. Con decir que por el precio, hasta pensé que me llevarían a lo Cleopatra, en hombros y encaramado en un pedestal mientras alguien me bañaba en leche de burra… pero no… iba como cualquier hijo de vecino en un muy cómodo asiento de vagón.

 

Llegar a la estación central de Oslo es algo raro. Quizás fueran las fechas en las que viajé, pero una estación de tren normalmente es caótica. Gente por todos lados; mal humorados, ruidosos, algunos corriendo, otros durmiendo, y un largo etc. Es como un zoológico humano donde se pueden apreciar muchas especies. Pero esta estación era diferente, estaba casi vacía, no olía mal, y había tan poco ruido que se alcanzaba a escuchar el sonido de una flauta proveniente de fuera (lo cual es un detalle muy significativo, siendo yo tan sordo como soy).
Salí de la estación impresionado por la quietud que también reinaba en la calle, y observando que había una pequeña procesión que lideraba un flautista que me recordó mucho al video de “The safety dance” de  Men without hats. Como la música era vivaracha me les uní medio danzando porque iban rumbo al hostal en el que me albergaría.
Dejé mis cosas en el hostal no sin antes preguntar en el hostal por lo básico; donde comprar cerveza, lugares baratos para comer, cosas por ver, y razones por las cuales la ciudad parece desierta. Amablemente disiparon mis dudas, y me explicaron que justo eran días de fiesta en Oslo, y todos aprovechan para irse a esquiar, y al decir todos, no estaban exagerando, porque de verdad que las calles estaban vacías. “Bueno… ya conoceré a la vikinga de mis sueño en otra ocasión”
Comencé mi recorrido paseando por un pequeño semi-castillo de estos coquetones, que más bien parecen graneros acondicionados para aguantar semi-asedios. Me gustó mucho, porque contenía bastante naturaleza en su interior, como pronto descubriría, lo hace todo Oslo. Saliendo de ahí me dirigí al edificio del ayuntamiento, que está cerca del puerto, y que lo que tiene bonito es el puerto, porque en sí el edificio es una mole de ladrillos con un relojote.  Pero bueno, había que verlo. 

 

 

Paseando por el puerto me topé con un barquito que ofrecía una paseada por un fiordo. ¡Un fiordo!, no lo tenía planeado, porque eso sí lo revisé antes de ir. Los fiordos estaban lejos de Oslo, y no tenía tanto tiempo para ir a verlos, pero justo ahí en Oslo, me ofrecían ver la obra maestra de Slartibartfast por la cual hasta le dieron un premio. ¡Vería un fiordo!


 

Un pinche fior-timo es lo que vi. Y por “ver” digo mucho, puesto que el barquito se limitó a pasearnos por las aguas de la bahía de Oslo a la cual llamaban el “fiordo de Oslo”, así que lo vi, pero no lo vi. Lo único bueno en realidad fue ver unas casitas a lo largo de la bahía que sirven como pequeñas áreas de recreo para los nativos y que resultan realmente poéticas. También tuve la oportunidad de entablar conversación con una fotógrafa que se sentía igual de estafada que yo, pero que recomendó lugares que sí valían la pena ver, así que al menos saqué información valiosa de la experiencia.
Antes de seguir los consejos de la fotógrafa, busqué un lugar para comer, que ya empezaba a tener hambre. Aunque me hubiera gustado probar algo local, me fue imposible conseguir un préstamo bancario para ello. Con los miles de euros que cargo, me alcanzó para comerme una pequeñísima pizza, que por el precio pensé que llevaba trufa negra marinada en caviar, pero no, era una simple pizza margaita.
Después de comer, y a lo Ross en hotel, tratar de agarrar tanto como podía por el precio que ya había pagado en el restaurante, me dirigí al museo de Kontiki. Kontiki fue el nombre del barco/expedición que organizó un tal Thor Heyerdahl hace ya unos sesenta y pico años para demostrar que el hombre pudo llegar a América no a través del estrecho de Bering sino desde las polinesias en barquitos de palma. Desconocía totalmente la historia de este aventurero hasta que estuve ahí observando el barco original de aquella travesía (que por cierto sí logró, porque hubo una segunda expedición similar en otra parte para demostrar algo parecido, pero que ya no completó). Los habrá tenido de plomo el tipo este, porque aventarse al mar en aquel barquito a seguir estrellas está complicado (algo que quizás debería de aprender porque yo parezco paloma de iglesia, teniendo que dar 7 vueltas antes de ubicarme).

 


Ya entrados en temas de expediciones que pudieran parecer suicidas, me pasé a otro museo en honor a una de ellas. El Fram. Fram es el nombre del barco que se usó para explorar el polo norte hace ya un titipuchal de años, y en el cual navegaron unos tantos noruegos, el más famoso de ellos, un tal Nansen. Se tiene la oportunidad de entrar al barco, ver los camarotes, así como zonas comunes y pasear por la cubierta. Todo lo cual me parece muy entretenido tan solo por imaginar lo que aquellos vikingos modernos verían…nieve, hielo, nieve, nieve y más nieve “¿Qué buscamos mi capitán?” Habrá preguntado algún valiente marinero, y Nansen habrá contestado con esas frases que quedan tan bien en las películas pero tan mal en la vida real “Lo sabremos cuando lo encontremos”. ¿Pero que esperarían encontrar realmente?¿A Santa Claus?.

  


Por último fui al museo vikingo, que básicamente es un edificio con 3 barcos vikingos. El primero destruido, el segundo medio destruido (o medio construido, cuestión de enfoque filosófico) y uno enterito. Los tres originales. A diferencia del Fram, aquí no te podías subir a ninguno de ellos, y solo me pude limitar a ver sus cubiertas desde un pequeño atrio dispuesto para ello. Al no estar sobre la cubierta, ya no piensas en que se sentirá haber estado ahí, sino te hace pensar en lo que habrán sentido aquellos que veían venir el barco vikingo con su furiosa tripulación en modo berserker. Como mexicano no se me ocurriría otro pensamiento más que la bien usada frase frente adversidades insorteables “valiendo madres…”

 
 

Ya para la cena compré por el módico precio de poco menos de un riñón en mercado negro, una cerveza, pan y queso que me comí tranquilamente en la banquita fuera del hostal pensando en las travesías de los vikingos, en las del señor Heyerdahl y su Kontiki, la del señor Nansen y su Fram, las de Marco Polo en la corte Mongolia, las de Simbad y el montón de hombres que llevaba a su muerte, las del Nautilus del capitán Nemo, las de Frodo empecinado en fundir el anillo, y  las de otros tantos que han contribuido con sus increíbles viajes a la historia y desarrollo de la humanidad.
   

Al día siguiente seguí mi recorrido, y con un par de huevos cocidos en el bolsillo (no me gusta llevarme comida de los desayunos de los hostales…. Pero es que era eso o quedarme en la ruina económica) caminé por la ciudad sin rumbo fijo. Pude ver las bonitas y grandes casas de madera que abundan en la ciudad, el elegante palacio, construcciones modernas, diferentes parques, y una zona hippie con muy buen ambiente y llena de buen Street art. Mis pasos me llevaron sin querer y sin acordarme del tema, frente a la estación de autobús que quedó dañada después de los atentados de Breivik. Recordé aquella noticia, e inconscientemente acabé recordando la demás bola de matanzas que hay por todos lados, incluyendo mi querido México… dije alguna jaculatoria y seguí mi camino, porque si me quedo pensando en esos temas me termino deprimiendo.

       


También pude apreciar la impresionante cantidad de esculturas que hay en Oslo. Estoy seguro que el 95% de las esculturas que hay en el mundo están en Oslo* (*Estadística tipo Ricardo Pelaéz, es decir, sin ninguna clase de sustento). De hecho hay todo un parque dedicado a un escultor llamado Vigeland y que es una de las cosas a ver en la ciudad. Las esculturas están por todos lados y muchas de ellas flanqueando un largo puente que te lleva hasta la obra maestra del escultor. Un mega monolito que tiene esculpido un montón de cuerpos humanos. Las esculturas de este artista no te dejan indiferente. Son siempre modelos humanos y sus emociones… creo yo. Niños llorando, gente riendo, un persona enojada pateando niños, y así… El monolito me recuerda mucho a esas escenas de películas donde se retrata el purgatorio con gente hacinada tratando de agarrar un poco de aire. Inquietante pero impresionante.  

       

Por último pasé a ver un par de mega construcciones noruegas. La primera de ellas es la pista para salto de esquí que incluye el museo del esquí. Supongo que para los amantes del esquí, ese museo ha de ser el Olimpo, pero para un mortal como yo, aquello parecía más bien almacén de tienda de deportes de invierno, y pues en mi tierra no hay de eso, lo nuestro es el huizache y el fut, así que no me impresionó, lo único que sí gustó fueron los trofeos, ya que los hacían con cuernos de reno y están bastante pomposos. Lo que sí deja boquiabierto es ponerte en lo alto de la pista e imaginar a los atletas que se deslizan por ella para luego “volar” un montón de metros antes de aterrizar. Caer con estilo que decía Budy. Además las vistas de la ciudad son imperdibles. Ahí en la punta tienen la opción de una tirolina para turistas y “simular” lo que hacen los deportistas… evidentemente por un costo Noruego.


 

En la segunda mega-construcción de Discovery channel fui a ver el atardecer (que Titanic se lee esto). El techo de la ópera de Oslo. Y al decir techo, lo digo literalmente. La ópera está diseñada semejando un enorme iceberg (como con el que se estrelló el Titanic) y no tiene fachada per se, sino el techo sobresaliendo a modo de punta de iceberg para poderte pasear por ahí. Si hubiera estado acompañado diría que es un lugar romanticón, pero como estaba solo echando cuentas de lo caro que había salido mi viaje barato, lo único que puedo decir es que estaba bonito y era agradable.