Capítulo 1. Irlanda
Magia.
Ese concepto tan místico que ha maravillado al ser humano desde tiempos
inmemoriales. En los anales de la historia se puede encontrar que reyes y gente
de sangre azul se congregaban en la corte para entretenerse con el bufón en
turno ya sea haciendo payasadas, o contemplando como llevaba a cabo maniobras
que hacían desaparecer objetos o aparecerlos de las mismísima nada.
Sin
querer he visitado países que justamente tienen mucho apego por lo paranormal.
Uno de ellos fue Irlanda. Por allá el misterio se desenvuelve entre tréboles de
la suerte, lucky charms y adinerados
leprachauns, de los buenos eso sí, no como el duende psicópata de la película
de los 90’s que tanto me entretenía.
En esta
ocasión tomé un tour (raro en mí, que normalmente me lanzo solo a la aventura)
junto con mi amiga Lugo, para visitar la capital irlandesa además de la campiña del interior del país. Me
recomendaron el tour ya que era la mejor manera de aprovechar el tiempo para
poder ir a ver uno de los principales highlights del país; los acantilados de
Moher.
Dublín
es lejos de ser una de las capitales más bonitas de Europa, de hecho la zona
más atractiva de la ciudad es bastante pequeña y llena de pub’s. Esto en sí
divierte bastante, porque si bien no hay duendes escondiendo oro, encuentras a
muchas personas comportándose como tales por efecto del alcohol que contiene
ese delicioso elixir negro con sabor a café llamado Guinness. Esa cerveza que casi casi tienes que tomar con cuchillo,
tenedor y en ayunas por lo densa que es.
Tiene mucha fama, porque se dice que no en todos los lugares sabe igual, ya que
siempre es de barril y dependiendo de las tuberías por donde pase, le imprime
un sabor u otro, o sea, el sabor depende de la mugre que tenga acumulada el bar.
Ahora puedo decir que efectivamente, la Guinness de Dublin tiene mejor gusto y es
muy diferente a la de otros lugares. Los pubs más clásicos como el Temple Bar
(que se encuentra ubicado en la misma zona del mismo nombre) se jactan de
servirlas desde los 1900’s y otras épocas… no me extraña que la cerveza sepa
diferente, seguramente las tuberías a lo largo de los años han acumulado
depósitos de cobre, titanio, mercurio y adamantium.
Recorrimos
la ciudad bordeando el río Liffey y nos topamos con unos paisanos que vivían
ahí, pero que no tenían la menor idea de que recomendarnos para ir comer, solo
nos pudieron decir que estábamos en la parte equivocada del río, ya que era la
parte pobre, así pues acabamos comiendo en algún pub de la parte alegre de la
ciudad, no sin antes burlarnos de la spire of Dublin, que no es otra cosa más
que una agujota que les costó 4 millones de euros. Ya de perdida le hubieran
puesto una banderita.
Al día
siguiente nos reunimos con los que iban a ser nuestros compañeros de viaje y
nuestra guía, una pequeña irlandesa con facciones de duende que era bastante
amable. Entre los del tour había (como siempre) un par de mexicanos más. De
Acapulco. Padre e hijo. El hijo, un hermoso gordito de unos 18 años. Y digo
hermoso no porque yo sea gay ni mucho menos (como diría Seinfiedl, “y no es que
tenga nada de malo serlo”), digo hermoso, porque es el típico gordito bonachón
y pachonsito de esos que dan ganas de abrazar cual oso de peluche afelpado
gigante. En la cola para entrar al autobús del tour, su papá, con mucho
orgullo, lo felicitó por ser previsor y
haber comprado un par de muffins y café para el camino, “¿Pal’ camino? si son
pa’horita” dijo nuestro nuevo gordi-amigo mientras se zampaba el de frambuesas
con crema. El pecho que había sacado el padre, se desinfló un poco al ver que
su previsor hijo no planeaba más allá de los 5 minutos de una cola.
La
primera parada fue dentro de la región de Cork, para visitar el castillo de
Blarney en primera instancia. La verdad es que castillo, castillo, lo que se
dice castillo, pues no es, o al menos no es el que uno imagina con torres y
mazmorras. Es más bien un edificio de varias plantas, con supuestamente
habitaciones y supuestamente escaleras. Y es que la verdad es que está
construido un poco a lo bestia, pero bueno, con la tecnología que había por
allá en el 1400 tampoco nos vamos a poner exigentes para el ingeniero que lo
construyó. Una de las particularidades del castillo, además de sus coquetos
jardines, es que, en su parte más alta, hay una piedra incrustada llamada
“Blarney Stone” (piedra de Blarney…traduzco, porque no sé cómo andan de inglés).
La leyenda dice que si besas el pedruscon aquel, ganarás el poder de la
elocuencia. Bastante floja la magia de la piedra creo yo… es como si te
encontrarás la lámpara mágica y el genio te dijera “Te concedo un deseo!...que
no sea caro, que no sea difícil, que no me tarde mucho, que no…mejor dicho, te
hago un favor nada más, de cuates, y nada más”. Pero bueno, a caballo regalado
no se le mira el diente, y si la piedra da elocuencia, bienvenida sea. El
detalle está en que la piedra ha de besarse recostado boca arriba y al filo de
la cornisa más alta del castillo. Pero yo vivo al límite y arriesgué la vida en
el acto, aún y sabiendo que han puesto barrotes para que la gente no se caiga,
un apoyo para sujetarse, un tipo que te está deteniendo y un procedimiento de
seguridad, yo, me la rifé. Si gané elocuencia, la perdí rápidamente al no poder
articular respuesta, cuando le conté la historia a algún amigo y lo primero que
me preguntó fue - ¿besaste una piedra que ha sido babeada por miles de
personas?-.
La
larga cola para poder dar el bendito beso consumió mucho de nuestro tiempo, e
impidió que llegáramos a tiempo a nuestro turibus. La guía de facciones de
duende, nos castigó poniéndonos a cantar una canción mexicana en frente de los
otros compañeros de viaje. Canté “México
Lindo y querido remix” porque no me sé la letra completa, así que le agregué
frases como ‘que rico es el pozole’, ‘México siempre fiel’, ‘hojas de papel
volando’…y es que total, nadie me entendía el español más que gordis y su padre, quienes se limitaron a pelar los ojos y opinar que mejor hubiera
cantado cielito lindo.
Esa
noche llegamos a pasar la noche a un pequeño pueblo llamado Cork. Cenamos todos
en grupo un buen estofado irlandés que llevaba base de cerveza guiness, y que
daba gusto chopear con pan. Acabando de cenar fuimos por unas bebidas
digestivas… cerveza, gin tonics y shots de tequila. Los shots de tequila
circulaban como agua gracias a nuestro adiposo amigo y su señor padre. Un
canadiense agradeció uno de los tantos tequilas y me dijo en voz baja “that
Little fucker keeps pulling out 50 euro bills!”. Y en efecto, el dinero salía
de esa cartera como si fuera cartera de payaso sacando pañuelos; diría mi papá
“no le pujaba para nada”. Al calor de las copas el mexicano mayor, me dijo que
era constructor y que le iba muy bien. Y me confesó que tenía un macro proyecto
para hacer una escultura más grande que el cristo redentor allá en Brasil. La
voy a hacer en Acapulco – me dijo – ya tengo aprobado el proyecto, va a ser la
única y más grande virgen de Guadalupe jamás creada. Si un día veo una virgen
del tamaño del gigante que enmarca la ciudad de Westeros, ya sé quién la
hizo.
En el
trayecto nos detuvimos en una playa encantada y llena de magia, Inch beach.
Negra será la magia, porque la leyenda era un poco tétrica. El mito cuenta que
si te mojas los pies en esa playa, un pedacito de tu alma queda atrapada en
ella y solo la recuperarás si vuelves en menos de 20 años a mojarte los pies al
mismo lugar, si no lo haces, estarás incompleto por el resto de tu vida. Un
poco a lo Bart Simpson cuando le vende su alma a Milhouse Van Houten. Y aún con
pedazo de advertencia, yo no sé porque todos nos descalzamos y anduvimos
chapoteando en aquellas gélidas aguas. Así que ahí dejé un cacho de alma, que
muy probablemente no vaya a recuperar.
El
resto del viaje transcurrió normal. Nos llevaron a un amplio campo de piedras
donde nos pusimos a hacer figuritas, a otro lugar donde había casitas de madera
y techos de paja, vimos de pasada la casa de Dolores (la de los Cranberries) a
lo lejos, muy moderna ella, hecha de concreto y techos de celdas solares, nos
acercamos también a unas islas cuya leyenda dice que son el perfil de un
gigante que un día se levantará si alguien osa agredir a Irlanda (yo iba al
alzar la mano para preguntar si se alzó cuando los ingleses los apalearon o
cuando la IRA aterrorizó a todo mundo por ahí, pero afortunadamente me salió
una prudencia que no tengo y no dije nada. También fuimos a la bahía de Dingle
donde habita un delfín llamado Fungie y que al parecer es medio mala copa,
suposición basada en que nos contaron, que siendo estrella local y símbolo del
pequeño pueblo pesquero, les daba lástima que estuviera solo el animal en el
lago, así que alguien tuvo a bien llevar otro delfín para hacerle compañía.
Lamentablemente el nuevo inquilino de la bahía apareció muerto al poco tiempo
con signos de violencia….Fungie el culpable, y prófugo de la justicia. ¡la
impunidad!!la impunidad!
Finalmente
llegamos a destino para poder ver el non plus ultra de la ruta. Los acantilados
de Moher. Nuestro gordito amigo al ver la distancia que había que recorrer
entre el bus y los acantilados a pie, solo alcanzó a decir “ayyyy no, yo aquí
me quedo” mientras se arrellanaba en su asiento y comía alegremente unas
m&m’s de la que no nos ofreció ninguna. Y no es que sea manda ofrecer, pero
por cortesía uno queda muy bien cuando dices “¿quieren uno?”. Lugo, ante la
falta de ofrecimiento de las dichas golosinas, hizo una observación bastante
atinada “está gordo por egoísta; por no dar”. Finalmente levantó el cuerpo y
caminó hasta los acantilados…a punta de empujones por parte del padre eso sí.
Los
acantilados son en verdad dignos de ver. Altísimos peñascos lamidos por
inmensas olas, afelpados con pasto y musgo en su cima que les confiere matices
verdes. El aire que se respira ahí es húmedo, pero muy freso y limpio. El
gigantesco tamaño de la panorámica y el airesillo que sopla, relaja bastante e
invitan a quedarse sentado ahí en plan picnic. Eso sí, los que sufren de vértigo, experimentarán punción de muerte; prueba de
ello es que más de uno de se ha lanzado al mar víctima del canto de sirenas.
Dejamos
Irlanda, despidiéndonos de los compañeritos de viaje y haciendo esas falsas
promesas de “ya nos escribiremos”, “estamos en contacto”, y con la idea de que
si un día veo una virgen de Guadalupe tamaño titán, ya sé quién la hizo.
Capítulo
2. Hungría
El
siguiente lugar mágico que visité fue Budapest. Una ciudad a la que tenía
echado el ojo desde hacía mucho tiempo, y que gracias a la mágica tarjetita de
plástico que varios tenemos la fortuna de cargar en la cartera, me hice de un
boleto de avión para ir para allá.
Tuve a
bien prever rentar una habitación porque entre que la moneda es diferente, el
idioma me parece que no es el español, y
en las películas normalmente lo pintan como cuna de gente mala al tipo villano
de James Bond, pues mejor no andar en la calle a lo bruto.
Al
llegar al aeropuerto y dirigirme al tren para ir a la ciudad, lo primero que
sorprende es el tren que en el que te vas a desplazar. Un cacharro resto de la
era comunista que parece de hojalata, pero que resulta acogedor. Cuando llegué
a destino y comencé a seguir las indicaciones del hostal para poder llegar
hasta él, di un par de vueltas de más, porque el nombre de las calles no es que
sean palabras que uno pueda retener con facilidad, además que cuando di con el
edifico en que supuestamente albergaba el hostal llamado Loft hostel Budapest,
lo primero que pensé fue “creo que la cagué”. Un edificio maltrecho, de varios
pisos, y con departamentos cuya frontera entre ellos no alcanzaba a distinguir
muy bien. Buzones destrozados en la entrada, una que otra persona chismorreando
al resguardo de las cortinas de su casa y yo subiendo las escaleras con el
instinto de supervivencia activado y pensando “de verdad creo que la cagué”. A
cada piso, peor la cosa, daba la impresión de que el algún depa vendían droga,
pero al fin llegué hasta el último piso y toqué la puerta suponiendo que mínimo
iba a salir un tipo con navaja
diciéndome “Megkapta a halandó óra . Gazember meghal”. Pero no. En su
lugar abrió la puerta un greñudo metalero, que me dijo “Are you Jaime?” y yo
“pues yes”, y él “A pues que pedo?, pásale carnalito”. Mi asombro fue mayúsculo
por lo bien que hablaba el mexicano aquel húngaro que parecía mexicano e iba ataviado
con una playera del Tri de Alex Lora, hasta sospeché que a lo mejor era
mexicano; 5 minutos después me enteré que en efecto era zacatecano (es que tengo una sagacidad, una suspicacia y un poder de observación casi mutante de
verdad, ¡qué desperdiciado estoy!). Resultó que vivía en el hostal por ser
amigo del dueño y a cambio de echarle una mano con el negocio. El hostal pues, era (es) un ático donde vive
el mismo dueño y que resulta bastante acogedor limpio, bien ubicado y amplio, o
sea, todo lo contrario a lo que yo me esperaba antes de que me abrieran la
puerta. El amante de la música del metal
me hizo el favor de explicarme en un mapa lo que tenía que hacer, visitar,
donde comer, recomendaciones locales y sobre todo, la zona a la que no debía
acercarme. El mapa no lo pude ver muy bien porque la larga melena metalera caía
sobre el, pero me enteré que Budapest es para empezar 2 ciudades que acabaron
en simbiosis, Buda y Pest, y además están divididas a lo “Juegos del Hambre”,
por distritos, siendo el distrito 8 el más peliagudo donde ahí sí, me podía
esperar a personajes tipo el que interpretó Danny Trejo en Desperado, el
Navajas. Y aunque soy valiente (más bien tonto) obedientemente evité dicha zona
porque no tengo ganas aún de conocer mis tripas en persona.
Budapest
es una ciudad vieja pero elegante. Tiene una decadencia bellísima. Si fuera
mujer sería Sofia Loren, guapa, con porte, imponente, pero, con sus buenos
años. Pues lo mismo en Budapest y sus casonas antiguas.
Esto se
debe a que Hungría tuvo sus momentos de
grandeza, y para tratar de recuperar aquello que perdió después de la primera
guerra mundial pactó con los nazis en la segunda. La guerra se llevó a cabo por
tanto en sus calles, con su respectivo holocausto por supuesto, pasando factura
por ahí y pudiéndose apreciar en el museo del horror; una mole cuadrada de
concreto enclavada en medio de la ciudad, recinto en el cual las SS llevaron a
cabo torturas, golpizas, tehuacanasos, calentaditas, ejecuciones y a saber que
tanta barbaridad más que por supuesto fui a ver y que como supongo a todos, no
deja de impresionar las masas que movió Hitler, casi las mismas que las de
cualquier amante de Paquita la del Barrio. Al acabar la guerra, Rusia se quedó con
ese territorio, y comenzó la era comunista. Así pues, lo grande y elegante se
quedó grande y elegante, pero todo vestido con la sencillez marxista.
Empecé mi
recorrido en el mercadillo navideño. Una estructura bastante bonita que está
atestada de objetos de la temporada, pero hechos localmente y alegremente libre
del exceso de blanco y rojo, y de santa clauses de pilas doble A que bailan
reguetton que tanto abundan en Occidente. Después de recorrer y entretenerme
con las artesanías en el mercadillo, pasé a comenzar a disfrutar de la
gastronomía local.
Lo primero que comí fue el altamente recomendado Lángos
(pronunciado langush), que no sabía ni que era, pero que había que probar. Llegué
a un pequeño local, muy limpio y muy blanco, que olía a fritanga de la buena.
Pedí el Lángos mediano. Amablemente me preguntaron y recomendaron, acompañarlo
con crema agria -usté échele – le dije
en perfecto inglés. Observé su elaboración, y donde yo me esperaba que hubiera
carne o verduras o algo de sustancia, solo ví una enorme bola de harina entrar
a la freidora. Me sirvieron una plasta
de harina frita, embadurnada de crema y con algo de queso. Realmente me
esperaba lo peor, pero al probarla quedé maravillado. Una delicia colesterólica
y triglicérica para chupase los dedos, y que además podía acompañar con una picante
salsa roja echa con chiles endémicos de la zona. Bienvenida sea la agrura y el
infarto al miocardio por las grasas saturadas. Al final de mi viaje, casi me
faltó despedirme de beso y abrazo del dueño del local, porque lo visité
asiduamente, y ya se sabe que el roce hace el cariño y el amor entra por la
panza.
Otra de
las cosas que hice fue ir a ver uno de los edificios donde se filmó la escena
de apertura de la película “Tinker tailor soldier spy” (traducida sencillamente
como “el topo”). Con un soberbio Gary Oldman, y (a mi gusto) buena adaptación
del libro de Le Carré. La escena se desarrolla en su interior, donde Mark
Strong tiene una cita con algún soplón que le va dar información; total, le pegan un tiro en medio de esa galería llena
de cafes y tiendas bastante acogedoras. La realidad es totalmente otra. El
edificio está abandonado y aunque es muy fácil apreciar la belleza de las
fachadas de las tiendas en su interior, me quedé con las ganas de tomarme un
café ahí dentro puesto que no hay nada. Miento. Sí hay. Hay una peluquería
donde nadie se estaba cortando el pelo, y que custodiaban unas 5 personas de
mirada hostil y de eterno cigarro en la mano. Estuve merodeando el lugar, pero
aquellos 10 ojos seguían mis movimientos, y mejor decidí abandonar el bonito
recinto.
Caminé
hacia un parque cercano, donde había un pequeño castillo con su respectiva fosa
llena de cocodrilos, que no los tiene pues, pero siempre me hace ilusión
imaginar ese hecho que alimentaron las caricaturas que veía cuando era pequeño.
Ese día, nublado y gris, daba una sensación de película antigua de terror. Los
cuervos graznando, las sombras de humedad en los ladrillos del castillito, en
fin, solo faltaba ver pasar por ahí a Nosferatu o mejor aún, al Santo
combatiendo a las momias de Guanajuato.
Ya que estaba por los parques, me pasé a una pequeña isla-parque llamada
Margarita en el bonito Danubio. Bastante curioso ese pedacito de tierra en
medio del río. Gente corriendo, patos caminando, niebla; todo comunicado por un
puente de proporciones quizás demasiado grandes para lo que es.
Avanzada
la mañana, la panza empezaba a retumbar y buscando que comer a través del
olfato cual perro de caza, percibí un olorsillo a canela y pan recién horneado.
Seguí el aroma y fui a dar a otro mercadillo navideño pero esta vez callejero.
Ahí encontré de donde venía el olor. Unos rollos de canela hechos al carbón,
que na’mas de verlos, supe lo que era el amor. Inmediatamente pedí uno. ¿Completo
joven?. Completo. Es mucho joven ¿está seguro?. Seguro. Usted manda joven.
Agrégueme un hot wine por favor. ¿A esta hora joven? Son las 11 de la mañana. A
esta hora. Usted manda joven. Así pues, seguí caminando con una sonrisa de
oreja a oreja comiendo el delicioso rollo de canela, y empezando la fiesta
desde temprano con el hot wine.
Seguí
caminando por ahí y por allá sin rumbo fijo, y maravillándome constantemente
con esa ciudad de airesito de okupa adinerado. Las grandes casonas medio
derruidas, el moho apoderándose de ladrillos. Hasta fantaseé con mudarme para
allá, pero esa idea se desvaneció rápido cuando un ventarrón me recordó lo frío
que son esos lares. Como el hot wine había conseguido, no solo calentarme sino
alegrarme, mis piernas tomaron la decisión de ir hacia algún baresillo y fui a
dar a uno que recordaba a los bares reconstruidos de Berlin. Ahí entre andamios
y lonas me tomé un par de cervezas que entraron muy bien.
Como ya
iba entonado por los excesos, el caminar ya resultaba enfadoso, y aproveché la
oportunidad para tomar el metro en una línea que es patrimonio de la humanidad.
Dirían los colombianos, di-vi-na. La estación pequeñita y vintage, pero vintage
del bueno, del que es viejo por paso de los años y no por técnicas de occupage.
El metro en sí, es un vehículo angosto y viejo también, parece juguete de bebé gigante.
Pintado de amarillo mostaza ya chorreado por el óxido. Su interior no podía
decepcionar, partes metálicas sin pintar, asientos forrados, en fin, todo lo
que uno puede esperar de un tren del antiguo régimen comunista.
Me bajé
en la estación Ópera, para aprovechar y comprar boletos para el Casacanueces.
Oh! Terrible decepción!, todos los boletos vendidos, y yo todo lo descorazonado
que se podía estar. Como buen mexicano pensé “pos ya ni pedo” y seguí la
caminata. Llegué a una plaza bastante grande y descampada coronada por una
especie de escenario con columnas, y gigantescas esculturas de héroes húngaros.
A saber quiénes fueron, hicieron o dejaron de hacer, pero al final imponían
bastante. Dejé a los colosos en paz y me dirigí a la colina de Buda que alberga
un mirador llamado el Bastión de los pescadores. La panorámica que ofrece ese
lugar es espectacular. Es absolutamente maravilloso estar parado en esa especie
de muralla viendo la ciudad entera y el precioso parlamente perfectamente
iluminado. Tardé un buen rato en irme, y otro rato en poder cerrar la boca ante
tal festín visual. El frío y la leve lluvia que comenzó me hicieron moverme, no
sin antes y como hubiera dicho mi abuela Celia (que en paz descanse), haber
sacado una “foto mental del momento y lugar”.
Al día
siguiente y por último me quedaba algo muy importante que hacer. Asistir a los
famosos baños termales húngaros. Yo fui al llamado Széchenyi, que más que
baños, parecen un palacio. Tiene albercas que llegan a los 37º tanto interiores
como exteriores. Las exteriores te convierten mágicamente en un hipopótamo, ya
no solo por la redondeada figura, sino porque hace tanto frío que tratas de
mantener dentro del agua la mayor parte del cuerpo posible,así que básicamente
solo se te ve la nariz, ojos y orejas. Luego te puedes pasar al sauna, y de ahí
a otra termal, y así sucesivamente hasta que acabas como pasa y optas por irte.
No me daban ganas la verdad, pero bueno, tenía que irme. Al salir me enteré de
otros baños termales, donde se dice que por las noches se arman unas bacanales
de miedo… mierda… hubiera ido a esos.
Acabé
pues dejando esa ciudad encantada por su pasado soviético maravillado por su
majestuosidad y prometiéndome a mí mismo regresar algún día.