Capítulo 1.
Hacía rato no escribía. No por
falta de ganas, sino por falta de tiempo. Porque escribir implica sentarse,
pensar, pararse por un café, asomarse a la ventana, poner música, volverse a
sentar, volver a pensar, revisar cosas en internet y luego si queda tiempo,
escribir.
Así pues, lo que quiero escribir
se ha acumulado, y adaptarlo cronológicamente será muy complicado, por tanto,
el acomodo geométrico resulta más fácil; donde la distancia descriptiva más
corta entre 2 puntos es una línea recta. El punto “A” se ubica en Bélgica y el
“B” en Andalucía, haciendo en el dibujo que la línea recta se curve, quiebre y
salte de un lado a otro, para poder narrar lo que quiero decir.
El ya mencionado punto “A” es el
resultado de mi política de low-cost flights, e ir a Bélgica era lo más
barato para aquel fin de semana. Llegué al aeropuerto de Charleroi, que por
supuesto está a una hora de la capital belga y en la fila para comprar el
boleto del camión a Bruselas conocí a unos brasileños y un irlandés que también
habían ido a pasar el fin de semana al país de los waffles. Ellos
inteligentemente, dividieron esfuerzos, y mientras unos hacían cola para
comprar el boleto del camión los otros se formaban para subirse al autobús,
porque conforme se van llenando los camiones, van saliendo cada 20 minutos (y
el tiempo es oro). Yendo solo, no podía llevar a cabo la misma estrategia, pero
mi astucia de zorro salió a relucir y les pregunté que si me podía colar con ellos
“of course, no problema mate” dijo el irlandés. Que siendo justos, creo que me
dijeron que sí, porque unos metros atrás en la cola, los tirantes del pantalón
que llevaba se me enredaron en un
barandal e hicieron de mí una resortera humana. Chicoteé un par de veces
antes de zafarme y la fila entera ya se mofaba de mí. Así que creo que si me
ayudaron fue porque se compadecieron de ese torpe mexicanito con sus pantalones
de hipster wannabe. Aún con el ego herido y sonrojado, entablé
plática en el camino con ellos. Que si la IRA, que si el norte, que si el sur,
que si nunca habían oído hablar de San Luis Potosí, hasta enterarme de que uno
de los brasileños y su esposa pusieron un negocio en Dublín. Sólo tienen 28
años, y se atrevieron a hacerlo. Yo con 30 no me he atrevido (salvo el fiasco
de “Ponchifonseca hotdogs”), y me he mantenido refugiado en el confort del
sueldo mensual de una empresa que no es mía. Ese atrevimiento me causa
admiración, ¿o será envidia?, es que a veces me cuesta trabajo distinguirlas,
ojalá alguien un día le invente sabores a las emociones, y todo sea más
sencillo, - ¿De qué es el helado? ¿Admiración? Está súper agrio- . – Es de
envidia -, - Ya decía yo; mejor deme algo más achocolatadon por favor, algo de
alivio después de venganza por ejemplo.
Ya en Bruselas me despedí de
ellos y quedé de ir a Dublín algún día para ver su negocio y recorrer la ciudad
(día que no ha llegado). En Bruselas me esperaba Ricardo, un tapatío que se
apuntó al plan, y aunque habíamos determinado muy bien el punto de encuentro,
me resultó difícil llegar gracias a la falta de orientación de los belgas. Es
impresionante lo dañado que tienen el GPS biológico esta gente. Pedí
direcciones 3 veces y cada persona señaló un punto cardinal distinto. Al final
di con mi cuate en la esquina acordada y fuimos a dejar mis cosas al hostal
para podernos lanzar a caminar la ciudad.
Bruselas tiene su encanto, pero
no es así que tú digas ¡que bruto, que bonito!, aunque sí tiene un par de
pinceladas destacables. La plaza central
es una de las principales atracciones, y es espectacular, sobre todo de noche
cuando se iluminan todos los edificios que alguna vez fueron cedes de los
gremios de hace muchos ayeres. El de los lecheros, arqueros, carpinteros… ahora no son más que cafés, bares,
restaurantes y algún hotel. Nos quedamos un buen rato parados, dando la vuelta
como tontos para contemplar todo aquello mientras yo pensaba “¿Cómo es posible
que San Luis ganara el tercer lugar en iluminación a nivel mundial?”.
Lo otro realmente destacable es
el Atomiun. Para llegar a él hay que agarrar tren, y dadas las ya descritas
nulas habilidades de los belgas para orientarse, es aventurado hacer esos 20
minutos de trayecto. En la estación de trenes preguntamos como llegar a no
menos de 10 personas, entre ellas, a un par que trabajadores de la misma
estación. Cada uno nos mandaba por una parte, sin mencionar que los letreros de
la estación indicaban cosas confusas. Acabamos deduciendo que estábamos en el
andén correcto, pero optamos por preguntar una última vez a un tipo que estaba
sentado tranquilamente esperando su tren. “¿Esta es la línea 6 que nos lleva al
Atonium?” a lo que respondió que sí, pocos segundos después dijo que no,
después de un rato preguntó a alguien más en el andén, por último se nos acercó
y nos dijo que no sabía dónde estaba y que estaba perdido, así que ya se iba, y
se fue… no me cabe en la cabeza como alguien que está esperando el tren, de
pronto se da cuenta de que está perdido y no sabe donde está; de verdad creo
que los belgas tienen un problema genético de orientación.
El
Atomiun es un ¿edificio?¿museo?...wikipedia dice estructura, y le vamos a hacer
caso en esta ocasión. Una estructura de acero con forma de átomo que
resplandece al sol… cuando hay. Porque Bélgica tiene clima inglés y de hecho
cuando fuimos estaba lluvioso, pero no obstante el estado de ánimo del cielo,
la partícula atómica a escala gigante, impone. Además tiene la peculiaridad de
incitar sensaciones diametralmente opuestas. El asombro que provoca desde fuera es apabullado por la
decepción de lo que hay por dentro, una especie de museo sin un tema concreto
que tiene la osadía de cobrar 12 euros para entrar.
El resto del día y noche nos la
pasamos recorriendo la ciudad arriba y abajo, obviando a propósito el
internacionalmente famoso Manneken pis, esa escultura de 30 centímetros de un
niño haciendo pipí, que ambos ya habíamos visto en otra ocasión y que sabíamos
que no valía la pena. Era mejor conocer las calles a través de indicaciones ridículamente
erróneas de los nativos que no dejaban de sorprenderme, como la intrépida
señora a la cual le señalamos en el mapa la calle “Rue Bell” que estábamos
buscando, y ella tranquilamente nos informó de que debíamos de caminar 4
cuadras, llegar a un McDonald’s dar vuelta a la derecha y listo, unos 20 minutitos
de caminata; indicaciones que no seguimos porque justo donde estábamos parados
recibiendo las instrucciones de la señora, nos dimos cuenta de que estaba un
letrero que decía “Rue Bell”.
En Bélgica es más fácil caminar,
no porque estén bien adoquinadas las banquetas, sino porque se puede tomar en
público, e hicimos uso de ese derecho
con una cerveza en mano que nos habían recomendado, la Kriek. Cerveza
con mucha (yo diría harta) esencia de cereza que el simple hecho de abrir
resulta un reto, ya que lleva corcholata y después un tapón de corcho. Habiendo
invertido en tanta seguridad para resguardar el dichoso elixir, la verdad es
que me esperaba algo más que ese empalagoso sabor a tutsi pop diluido en
cerveza.
Al día siguiente dejamos Bruselas
para dirigirnos a Brujas, haciendo una escala previa en Gante. Paramos ahí porque nos habían recomendado la ciudad, y
también porque me daba curiosidad verla ya que mi hermanita vivió una temporada
en aquel rincón del mundo.
En la plaza enfrente de la
estación de trenes de Gante nos sorprendió la cantidad de bicicletas que había.
Un titipuchal de ellas, encadenadas a cualquier cosa, y estoy seguro que más de
uno se equivocará y la encadenará a otra bicicleta.
Mientras revisábamos el mapa entre
aquel mar de bicis para ir al centro del pueblo, se nos acercó una señorita de
muy buen ver diciendo cosas extrañas “¿Cómo le dicen ustedes al autobús? Camión,
¿verdad? Y hablan por los celulares” todo en un buen español, y acabando de
decir esto se fue. Sopesamos varias posibilidades, pero concluimos que era una
mujer de la vida galante con una forma muy poco ortodoxa de atraer clientela,
suponemos que por temas de marketing, porque en Bélgica la industria de las
caricias sin amor es legal y está muy bien controlada, como para tratar de
disimular el oficio.
Gante tiene una catedral bonita y
un granero modernista que rompe mucho el estilo arquitectónico local pero que a
mí me agradó. Venden además unas exquisitas gomitas cónicas llamadas neuzeke
que supuestamente están protegidas por el gobierno municipal, para promover y
preservar su artesanal fabricación. Así de simple y rápido, concluimos la
visita a Gante para proseguir a Brujas.
Brujas es uno de los lugares que más
recomiendan las guías turísticas y normalmente punto obligado de cualquier
viaje por Europa. Tanta fama me hizo pensar que me decepcionaría, pero no, la
fama la tiene bien merecida y creo que podría ubicarla dentro del top 5 de
ciudades más bonitos de Europa.
De casas medievales, llena de
mágicos recovecos, con un río que serpentea a lo largo de la ciudad. Caminas y
caminas y no acaba de ser bonito. Tan bonito es, que México tiene consulado
ahí, lo cual me hizo soltar una carcajada. Estaba cerrado porque era fin de
semana, pero me quedé con ganas de entrar y decirle al cónsul “¿de verdad?
¿Consulado en Brujas? ¿Usted de quién es hijo?”.
Para variar no teníamos
reservación de hostal y la maleta de rueditas que llevaba no era lo más
adecuado para andar recorriendo las empedradas calles, porque venía haciendo un
no sé qué cascabeleo ideal que fue motivo de burlas y señalamientos de propios
y extraños. Recorrimos unos 5 hostales que no tenían disponibilidad. En uno de
ellos, una tal Charlie, nos dijo que no encontraríamos habitación, que toda la
ciudad estaba hasta el gorro, - ¿Por qué está todo lleno? ¿Hay algún evento en
la ciudad? - , a lo que me contestó que no, no había nada especial, simplemente
es que era Brujas, y Brujas siempre está lleno, diciendo todo esto con un airecito
de soberbia burgués que no me gustó nada. Para cuando finalmente conseguimos
donde alojarnos, me daban ganas de regresar con las llaves y restregárselas en
la cara a la tal Charlie. No lo hice porque
mi educación no me lo permite y además porque no fuera a reconocer las
llaves del hotel en el que nos quedamos y se burlara de nosotros por lo peculiar
que era. El check in lo hacías en la
barra de un restaurante, para ir a las habitaciones, pasabas por la cocina del
restaurante y el pasillo del baño fungía como lugar de consigna de maletas.
Fuera de eso y de unas escaleras ridículamente pequeñas, no estaba mal.
Brujas tiene una plaza central
preciosa, decorada con esas casitas de cuento de Hansel y Gretel que están por
toda la ciudad. Tiene también una iglesia que alberga una reliquia de estas
valiosas por ser un botecito con sangre de algún santo-mártir, probablemente
muerto a base de golpes de granos de arroz lanzados en bodas mientras hacía
ayuno en sus oraciones, y que hoy por hoy cumple con el milagro de la
licuefacción. O séase, la moronga se cuaja y se descuaja cada dos por tres.
El casco antiguo está delimitado
por el río en cuya orilla hay un parquecito con unos molinos de viento que
rematan el encanto de Brujas (por si faltaba algo).
La vida nocturna de Brujas está
basada en pequeños bares con mucho ambiente. Encontramos un barecito que
ofrecía una amplia gama de cervezas locales y locales (o sea de Bélgica, y
también específicamente de Brujas). Nosotros tomamos la brugse, para la cual no
hace falta aclarar la localidad, y nos dispusimos a escuchar la música en vivo
que ambientaba el recinto. De entre las personalidades que había en el bar había
una pareja que nos recordaba a Sandra Bullock y Cristóbal Colón. Hasta slogan
le pusimos a la pareja “lo que el tiempo separó, el amor lo unió”. Y es que
eran igualitos, además de que era graciosísimo ver a Cristóbal tararear las
canciones, porque no se sabía ninguna, así que en realidad balbuceaba y hacía lip sync.
Al día siguiente desayunamos en
un modesto café, que nos clavó 9 euros por un cuernito y un café con leche. Después
de haber sido atracados de esa forma tan elegante, dejamos la ciudad con
destino a Amberes.
Para aprovechar el trayecto me
puse a leer un poco de la ciudad a la cual llegaríamos, mientras Ricardo
entablaba una soporífera conversación acerca de las declinaciones del alemán con
una holandesa y un gringo. Me sorprendió saber que el nombre de la ciudad
proviene de la leyenda de un gigante que
cobraba peaje por pasar por el río, y en caso de no pagar, te cortaba la mano,
hasta que un día un tipo se le puso rudo y le aplicó la ley del Talión. La
mítica historia al estilo Arizmendi me puso de buen humor y me llenó de
curiosidad.
Amberes te recibe (si llegas en
tren) con una estación majestuosa, parece como un mausoleo gigantesco, con una
cúpula enorme y potentes columnas interiores. Al salir de ella, el primer
pensamiento que cruza la mente es “Israel”, o por lo menos eso fue lo que pensé
al ver una cantidad considerable de judíos ortodoxos por todos lados. Con sus
kipás, sus rulitos y sus joyerías. Toda la estación está rodeada por joyerías
judías, de clase baja, media y alta, donde venden desde minúsculos diamantes,
hasta verdaderas rocas, exhibidas siempre entre lujosas hanukiyahs.
El recorrido de la ciudad
decidimos hacerlo en base a un mapa turístico, disque hecho por jóvenes, y
disque muy padre, y disque muy moderno. Recomendaban una caminata empezando por
el ya citado barrio judío, pasando por el turco, el africano, el latino y
acabando en el chino. Resultó ser un recorrido un tanto barriobajero, pero que
definitivamente nos dio la oportunidad de ver cosas que normalmente no se verían.
Unos puentes con un street art bastante
bueno, un parque donde en teoría los locales liberaron conejos y está repleto
de ellos (solo vimos uno), cafés malamuerte y un túnel en el río Escalda, que
al atravesarlo prometía la mejor vista desde fuera de Amberes, siendo
estrictamente eso, una promesa, porque el tema no era muy espectacular, pero al
menos el túnel y sus escaleras eléctricas casi hechas totalmente de madera son
bonitos.
La plaza central alberga la fuente donde se simboliza el nombre de la
ciudad. Es bastante curiosa, ya que no tiene pileta para albergar el agua, por
lo que se riega en el suelo y se reabsorbe por mera gravedad. Se compone
básicamente de un tipo arrojando una mano recién cercenada, adornado todo con
varios chorros de agua, que si tiñeran de rojo, la fuente parecería más un
tributo a Tarantino que otra cosa. Me pareció una fuente de lo más original.
El resto del centro de la ciudad
es bastante bonito, lleno de bares que por supuesto pisamos, siempre pidiendo
cervezas locales distintas (hay muchas y cada una te la sirven en un vaso
diferente), comiendo papas a la francesa y waffles (que no mencioné, era la
dieta principal de nuestro viaje, porque son buenos y se encuentran en todos
lados), y babeando en todas la chocolaterías que hay. Estas últimas parecen
boutiques de ropa cara; elegantísimas, exhibiendo los chocolates en vitrinas increíbles
y dando la impresión de que fueran objetos de culto.
Antes de dejar Amberes (y Bélgica
de paso), fuimos a buscar la zona roja que también tiene la suficiente fama como
para visitarla. Pedimos direcciones (de manera inútil), hasta que le
preguntamos a un turista, que conocía como la palma de su mano la manera de
llegar al lugar. La zona roja de Amberes, está compuesta por un par de calles y
un edificio central lleno de puertas de cristal llamadas vitrinas, que albergan
una cama, una cortina y una prostituta claro está. El ambiente que flota en esa
zona es un poco de perros en carnicería. Algunos lengüetean y babean, otros
ladran, saltan y tratan desesperadamente de agarrar un pedazo de carne y otros
se sientan a ver educadamente aquello que no se van a comer (con esta raza me
identifiqué yo). En esta alegoría, las carnes, se muestran coquetas, seductoras
y provocativas. Eso sí, hay carnes pa’ todos los gustos. Gordas, latinas,
flacas, exuberantes, viejas, jóvenes, negras, blancas, chinas, muy exuberantes,
grandotas, chiquitas de cara bonita (ya hasta parece canción de Pedrito
Infante) y de tanto en tanto algunas espectaculares. Independientemente del
corte de carne que te guste, el costo es de 50 euros por 15 minutos, con
política all you can eat.
Habiendo dejado Bélgica, podemos
pasar a París ¿por qué no?
Capítulo 2.
La debilidad que tengo por
los pain au chocolat, se remonta a los años mozos en los que
trabajaba en Tinto. Un café con leche fría endulzado con un par de shots de
jarabe de chocolate marca Davinci, acompañaban al ya mencionado pastry francés,
para componer mi calórico desayuno.
Hace 10 años de eso, sin embargo
la memoria olfativa me traicionó (no es de extrañar, cuando un sentido falla,
otro se desarrolla; mi falta de oído lo compensa mi prominente nariz) y casi me
rueda un snif-snif por la mejilla al entrar a la primer boulangerie parisina. La
boulangerie, estaba a 2 cuadras de la diminuta casa de Laura y Philipe quienes
fueron los anfitriones durante nuestra estadía en la capital francesa. El
adjetivo ‘diminuta’, lo uso con todo el cariño, ya que no sé de qué otra manera
describir 20 metros cuadrados que componen una casa. De ambiente bohemio, con
un volado que hace de habitación principal, para dejar debajo la sala y la
cocina, sin olvidarnos del cuarto de lavado que está a 3 calles de distancia y
para el cual se ha de llevar monedas. Aún con la incomodidad que significa
hacer maletas cada vez que tienes que lavar ropa, la verdad es que la ubicación
y el acogedor recinto son envidiables, haciendo de nuestra estadía con ellos
algo fenomenal.
Mi afición por los pain au chocolat que venía describiendo,
fue adoptada con igual alegría por mi amiga Mónica, colombiana de buen comer,
que aún siendo chiquita, jamaba a mi par pero con un metabolismo claramente en
mejores condiciones que el mío, porque se regresó a su país igual de delgadita,
mientras que a mí me dejó por acá con unos buenos 5 kilos extras de puro
cachete y buche. - Estás más gordito, ¿no? -, - ¡Que va! Lo que pasa es que
ando mal fajado-.
El clima de París en aquellos
días distó mucho de ser el mejor. Fueron días nublados y un frío que calaba
hasta los huesos, pero hay tanto que ver por la calles que tiritas con una
sonrisa de oreja a oreja. Aún con la alegría de ver cosas bonitas tuve que
adquirir gorro y guantes, que la verdad no sé para qué compré guantes, porque
es cuestión de caminar 15 minutos por ahí para encontrar guantes sueltos por
todos lados, con los que te podrías hacer un asimétrico par.
El recorrido fue ciento por ciento turístico. Caminamos junto al Sena,
para llegar a Notre Dame. Buscando entre sus gárgolas a algún jorobado que
nunca apareció, se acercó un indigente de bastante mal ver que ahuyenté con la
famosa frase que me enseñó en su tiempo Andrea “No compro pan” que al parecer
es la manera de decir - no comprendo - en francés. En su interior
(hablando de la catedral y no del indigente), me sorprendí al ver a nuestra
virgencita de Guadalupe por ahí enmarcada. ¡Con cuanto orgullo levanta uno el
pescuezo buscando algún otro compatriota con el cuál compartir el
descubrimiento! ¡Y con cuanta decepción uno lo baja al no descubrir a ningún
guadalupano a la redonda! Deposité una monedita en su urna, calculando la conversión
euros-pesos, y meditando si las oraciones tendrían el mismo efecto, por cada
oración hecha desde acá, 18 de las de allá.
La catedral es más famosa que
bonita, ya que para mis gustos, las hay más grandes y más impresionantes (la de
Venecia, la de Burgos, la de Santiago....), pero bueno, Víctor Hugo le hizo el
favor de inmortalizar su gótica figura, además de que el animado quartier latin
(barrio latino) donde está situada la hace más vistosa. Sus callecitas están
llenas de restaurantes recomendados por buenos, bonitos y baratos, por lo que
escoger alguno resulta difícil. Todos tienen una iluminación tenue, despiden
olores que te hacen agua la boca, y sobre todo se ven calientitos...al final
nos metimos en uno que parecía el más acogedor. Para cenar nos pedimos de
entrada una sopa de cebolla, que aunque se escuche así como light por llevar
una verdura como su ingrediente principal, la verdad es que es una bomba
compuesta además de mantequilla, harina y otros tantos ingredientes, de segundo
plato un fondue; ese delicioso revoltijo fundido de quesos que me desespera un
poco, por tener que comerse de pedacito de pan en pedacito de pan, y que acabo
comparando inútilmente con lo versátil de nuestro queso fundido, donde agarras
una buena madeja y la pones directo en la tortilla sin tener que dar tanta
vuelta; además para compartir, una tarta de pollo con carne que ya no sé donde
cupo, pero cupo, rematando con una crepe de nutela, porque siempre hay un
huequito pal postre. Si ya digo, Moniquita, como pelón de hospicio y digestión
de atleta, en cambio yo, con apetito canino y digestión de Angélica Vale (que
no es por nada, pero por flaca que esté, yo siempre la veo gorda).
El día siguiente comenzamos el tour en el arco del triunfo, y cada que
lo veo (por “cada que lo veo” léase, 2 veces en mi vida) es inevitable que se
me vengan a la mente dos cosas. La primera es la ya repetida imagen de Hitler y
su tercer Reich marchando por ahí, y la segunda es la de Rodrigo Rafael Ortega,
mexicanito que todos recordaran gracias a su hazaña allá en el lejano 1998,
cuando apagó la flama eterna de los caídos en la gran guerra, por suponerla un
incendio creo yo, con puritita pipí. Por alguna razón me lo imagino tipo
Barnaby Gómez, diciendo “pos ni que fuera pa’ tanto, orita’ se las prendo otra
vez. Con que poco atole se empachan me cae”.
Recorrimos la lujosa avenida de Champs
Elysees, caminando desde el arco del triunfo hacia el Louvre, desviándonos en
el hospital de los inválidos, mejor conocido por ser el espectacular mausoleo
de Napoleón. Queríamos comer y resguardarnos del intenso frío en alguno de los
elegantes restaurantes de la famosa avenida, de esos con ventanas grandes,
cubiertos de plata y vajilla de la dinastía Ming, pero el presupuesto sólo daba
para ver el menú. Terminamos comiendo una torta de salmón asado en el mercadillo
navideño de la calle que acompañamos con varios vasos de hot wine. Esa milagrosa bebida compuesta de vino tinto, clavo,
canela y otras especies puestas a hervir. El traguito te quita el frío y de
paso hace que te rías un poco más y las cosas te importen un poco menos.
Antes de llegar al Louvre y con
el ánimo ligero efecto del alcohol, se nos hizo fácil subirnos a la improvisada
rueda de la fortuna que coronaba Champs Elysees para tener una bonita
panorámica de la ciudad, aunque la experiencia no era del todo agradable,
porque los dos somos medio coyones para las alturas y porque aquel aparato se
bamboleaba como el ruta 9 de la himno nacional. Al menos el panorama desde las
alturas sí era muy bonito y valió la pena los momentos de pánico vividos. Pero
la vista desde la rueda de la fortuna no es comparable con la vista que se
tiene desde lo alto de la torre Eiffel, que no sé si es de verdad por lo
bonita, o es por la emoción que da llegar ahí después de horas de espera a la
intemperie. Como quiera que sea, el amasijo de fierro insignia de la ciudad es
verdaderamente espectacular, tanto por dentro como por fuera, sobre todo de noche
cuando la Eiffel queda toda iluminada de color champagne y centelleando luces blancas,
con un faro en la punta cual cereza de pastel.
Entrar al Louvre es entrar a otra ciudad, aquello es gigantesco y te
puede llevar 4 días recorrerlo de cabo a rabo. La única vez que estuve ahí, fui
a ver 3 cosas; la Mona Lisa, la Venus de Milo y un juego de vajilla china que
Marco Polo trajo de su primer viaje de Asia. La primera es pequeña y está
cuarteada, la segunda no tiene nada de especial, más que el misterio de saber
pa’ donde iban lo brazos, y por qué se encontró donde se encontró y la tercera
es útil para servir el té...de cualquier manera, me hacía ilusión ver las 3. Esta
vez ni siquiera entramos, había poco tiempo y nos conformamos viendo la
pirámide de cristal que corona el recinto, pensando en que el Santo Grial está
enterrado ahí mismo. Ese día regresamos a casa exhaustos para encontrarnos con
queso, fois gras, pan y vino para cenar, que nos tenían reservado Laura y
Philipe, muy francés el asunto pues.
Dentro de los high lights
turísticos, faltaba ir al sagrado corazón que queda relativamente cerca del
famoso Moulin Rouge. La ubicación de la iglesia abarca por una parte, el bonito
y entrañable barrio de Monmartre y por otra el bajo mundo de Paris. Mónica iba
‘apanicada’, porque era de noche y el ambiente es un poco denso, pero la luz
del Moulin Rouge y la bonita vista de la ciudad desde el Sagrado Corazón la
tranquilizaron un poco. Eso, y también el vinito caliente que vendían al final
de las interminables escaleras que hay que subir para llegar a la iglesia.
Visitamos también el famoso
château de Versailles, que dicho así en francés, uno se siente más picudo.
Desde que lo empiezas a ver a lo lejos, es fácil entender la ira de aquel
pueblo francés que moría de hambre y que se revolucionó contra la monarquía
reinante, poniendo de moda la boyante industria de la guillotina. El palacio es
masivo y aún huele a dinero. Con sus salones para bailes llenos de espejos, sus
esculturas, detalles en colores oro y sus jardines cubiertos de nieve, te hace
sentir un poquito más pobre mientras tu admiración crece y crece.
El último día lo disfrutamos
viendo lo visto, paseando lo paseado y comiendo, siempre comiendo. Encontramos
pequeños detalles de esos encantadores, como el puente atestado de candados,
fruto de parejas ingenuas que se prometen amor eterno, simbolizando su unión al
cerrar un candado grabado con sus iniciales en el puente y tirando la llave al
Sena, disculpen, pero no puedo seguir escribiendo tanta cursilería porque me he
indispuesto después de vomitar un poquito y tragármelo de vuelta.
Fue un viaje muy breve y falta
mucho más tiempo para poder apreciar realmente la majestuosa París, pero aún
así, para darse una vuelta, no está nada mal.
Ya encarrerado el ratón, pasamos
de París, al también glamuroso Saint Tropez. Esta vez íbamos Fernanda, Carlos y
Ricardo (no el tapatío, sino el poblano). Fuimos recibidos por Etienne, un
francés amigo de Ricardo, que es manager de un hotel propiedad de Louis Vuitton
ahí en Saint Tropez, el internacionalmente famoso White 1921 que ni siquiera
tiene estrellas, porque es muy fresita pa’ eso. Etienne, a sus escasos 25 años,
vive en un loft modernista y minimalista en pleno corazón de Saint Tropez, lo cual
me hace sentir presionado profesionalmente por las distancias que se guardan
entre la relación puesto-edad, y ni hablar de Ricardo (no el tapatío, sino el
poblano) que anda en las mismas, pero en Nueva York. En fin, no hablaré de edad
y tiempo, que me pongo cabizbajo y meditabundo.
Saint Tropez no tiene otro
interés turístico más que la fiesta y la buena vida. Así que nos dedicamos
justo a eso que se nos da tan bien.
Nos emperifollamos con lo
mejorcito de nuestro armario. Yo el primero; con calzoncillo de mercado nuevo,
pantalón limpio y una camisa que me pongo solamente como dos veces al año para
ocasiones especiales; iba echando tiros. Asistimos al bar del ya mencionado
White 1921 para codearnos entre la crema y nata de la high, porque como diríamos en mis lares, llevábamos vara alta. El
bar es una terraza de tipo chill out,
con dj en vivo y con la peculiaridad de que sólo venden champagne. El Dom
Pérignon, cortesía del hotel, comenzó a correr por la mesa con bastante
facilidad y aunque tratamos de disimular tomando en copas, al poco nos salió el
cobre y ya estábamos tomando como en la esquina de la colonia, de a caguama. Carlos
de alguna manera se hizo de una peluca rosa tipo punk que llevaban los meseros
y se puso a correr por todo el bar como enajenado. La escena era de lo más
graciosa hasta que se le ocurrió meterse a una habitación vacía y tirarse a la
cama. Pecado mortal por lo visto en la industria de los hoteles de alta gama,
ya que fue reprendido fuertemente.
De ahí fuimos a Les Caves du Roy. Una discoteca no fresa, sino lo que le
sigue. Impresiona mucho los juegos de luces, la buena música y los costos de
las bebidas. Ricardo pidió una cerveza en la barra, antes de dársela el bar tender le advirtió que el costo era
de 24 euros, cosa que agradeció, ya que canceló inmediatamente la bebida.
Realmente no era necesario más alcohol después del champagne que nos habíamos
empinado, era más bien para hidratarnos, pero por ese precio… fue preferible
quedarse con la boca abierta esperando a que el calor humano se condensara en
el techo y chorreara en gotas para mitigar la sed.
La esperada cruda no llegó, así que al día siguiente ya estábamos
recorriendo los alrededores, viendo elegantes tiendas de ropa en las que no
íbamos a comprar, lujosos yates a los que no íbamos a subir y costosos coches
que no íbamos a manejar. Vi un ostentoso Bentley negro mate, que creo que rayé
nada más de verlo. Con ganas de jalar un poquito de la manga del que lo
manejaba y preguntarle “y usted ¿a qué se dedica?”. Nos relajamos en una playa
cercana, paseamos por un parquecito y por la tarde ya estábamos listos para la
fiesta nuevamente. Comenzamos con unos tragos coquetos típicos de la Guyana
francesa (o eso nos explicaron).
Se hacen con ron y jugo, la diferencia es que al ron lo dejan macerar
con palitos de canela y alguna que otra fruta. Nunca lo había probado pero me
gustó bastante. De ahí fuimos a una discoteca de tipo bobo francés. El burgués-bohemio lugar destacaba por mezclar música
en vivo con música electrónica, combinando esa noche el éxito de Bakermath, Tasbré,
con un saxofón. Fenomenal, aunque un poco agobiante, porque era un lugar
pequeño y la ley de no fumar en espacios cerrados se la pasan por el arco del
triunfo. Para rematar la noche, comenzaron a desfilar tropeziennes, que son
unos pastelitos locales rellenos de nata pastelera y cubiertos de azúcar que
normalmente acompañan al champagne, pero da igual, aún sin champagne, son una
delicia y caen bien a cualquier hora.
Supongo que la frivolidad de
Saint Tropez es suficiente con un solo fin de semana, y por eso nos fuimos (sí,
ha de ser por eso). Rentamos un coche y viajamos hasta Carcassonne que es un
pueblo francés famoso por su castillo sede de varias películas, entre ellas el
Robin Hood de Kevin Costner.
Fuera de si tiene abolengo
cinematográfico o no, el castillo es verdaderamente de película, de cuento pues,
con sus torres de Rapunzel, sus murallas, su pozo de los deseos, su casa de
torturas. Uno se sentiría en la edad media si no fuera por la bola de turistas
(incluidos nosotros) armados con cámara, arriesgando la vida al encaramarse en
las murallas para poder conseguir una buena foto. A parte de eso, no hay más
que hacer en el dichoso pueblo y el castillo no deja de ser una casa de reyes,
entonces, por grande que sea, lo acabas de ver bastante rápido.
Hasta ahí podemos dejar Francia para emprender muchas horas de coche en
un recorrido por la costa brava y Andalucía.
Capítulo 3.
Nunca me ha gustado manejar.
Puntualizo, nunca me ha gustado manejar en la ciudad porque sufro un poquito de
ira al volante. En la carretera es distinto, lo disfruto en realidad, y por acá
la verdad es que más. Las autopistas son amplias, de curvas peraltadas, libres
de baches y bien señalizadas. Invitan a
manejar. Por eso cuando me dijeron que si me apuntaba como chofer para dar la
vuelta por la costa brava dije fácilmente que sí.
La costa brava está plagada de
pequeñas playas, lugares cálidos y encantadores; pueblitos minúsculos, con más
o menos fama que se pueden ver completos en un par de horas pero que de
cualquier manera valen la pena ver.
Se hizo una pequeña ruta seleccionando
los puntos de interés, lugares recomendados para conocer y habiendo marcado
como destino final Cadaques. A mí todos los nombres me sonaban igual y no tenía
la menor idea de lo que iba a ver. Lo que sí sabía es que en el libro de “1001
lugares que ver antes de morir” se menciona la amplia costa brava. Libro que en
realidad me hace gracia, porque de esos 1001 lugares que tan rotundamente
tienes que ver antes de entregar el equipo, no señalan que debes de ir alguna
vez en tu vida a Plaza del Carmen en San Luis para echar elote y payaso, pero
bueno…cada quien.
Llegamos a un pueblo llamado
Pals, que tiene la particularidad de utilizar piedra como elemento
arquitectónico principal. Es bastante agradable, pero tiene un aire de jubilado
y pensionado que dan ganas de pedir un bastón para hacer juego con el entorno.
Saliendo de Pals pasamos a otro
pueblo parecido llamado Mont Blanc, que en esos días celebraba una fiesta
medieval. El asunto estaba bastante bien ambientado, con sus habitantes disfrazados
a la vieja usanza, vino por aquí, queso por allá, representaciones de duelos
con espadas y actos de cetrería. Esto último lo mejor, porque el cetrero pasó
20 minutos explicando el arte, el equipo, el entrenamiento, el halcón, para que
después de todo eso echara a volar a la adiestrada ave rapaz, que todos vimos
volar y volar pero que ya no regresó, así que más bien lo consideré la
liberación de un animal salvaje.
Continuamos a Empuria Brava, un pueblo bastante fresón donde abundan las
tiendas de barcos y los hoteles de temporada. Es muy conocido entre la gente
que empieza a ser señalada como betabel, rufle o medio ruca, pero con bastantes
Sor Juanas en las carteras. Esto es fácil de deducir porque el pueblo está
trazado junto con los distintos canales que desembocan al mar, en donde las
casas cuentas con pequeños muelles en vez de cocheras. Nos quedamos a dormir
ahí, pero como el ambiente nocturno era más bien de tipo salón de baile de los
50’s, preferimos quedarnos a tomar tranquilamente en la habitación del hotel.
Un poco más adelante pudimos conocer las islas Medas. Unos peñascos en
medio del mar conocidos por estar rodeados de aguas claras, ideales para hacer
submarinismo…lástima que nosotros no hicimos eso. Solamente fuimos víctimas del
usual timo del barco con fondo de cristal, porque siempre acabas viendo agua y
más agua en vez de los bellos corales y tiburones blancos de la publicidad con
la que te lo venden, pero bueno, ni modo de no treparse.
De ahí, pasamos a Figueras, que
tiene como atractivo principal el museo de Dalí. Museo que no conocimos por
llegar tarde. Así que no nos quedó otra cosa que hacer más que contemplar la
fachada que es un tanto cuanto curiosa y volvernos a subir al coche para poder
llegar a Cadaques, el pueblo donde vivió
Dalí.
El pueblo del pintor es de
pequeñas calles, con una diminuta playa y de casas blancas, dando un aspecto
bastante amable al lugar. En frente de la playa, nos apoltronamos en un
restaurante italiano atendido por una señora lo suficientemente marimacha para
parecer señor. No obstante del peculiar look de la anfitriona, la comida tenía
muy buen sazón. Las pasta estaba al dente, aderezada con una crema carbonara
que estaba bien proporcionada entre tocino, parmesano y crema. Probamos también
lasagna, sopa minestrone y crema catalana como postre (muy poco italiano esto
último). Subimos por la estrecha carretera que va serpenteando sin ninguna
protección (estoy seguro que más de algún borracho ha visitado los corales del
fondo) para ver la ex casa de Dalí. Al llegar a ella, nos dimos cuenta de que
es…es…es…una casa cualquiera. No tiene nada de especial más que su ubicación, porque diera la impresión de
contar con una playa privada que en vez de arena tiene alga seca, lo que le da
una textura gelatinosa que me provocó un repelús importante, adornado todo con
una lancha con un árbol dentro… cuanto surrealismo.
A partir de ahí, hicimos una espectacular cantidad de horas en coche
para, en una seria de micro visitas y recorridos fugaces, ir hasta el sur de
España y recorrer algo de la ancha Andalucía. Pudimos conocer Ronda, una
pequeña ciudad que tiene como peculiaridad un puente corto pero que une dos
pedazos de la ciudad a una gran altura.
También nos paseamos por Mijas,
que más que español parece isla griega. Todo el pueblo está pintado de blanco,
la gente pasea en burro y tiene una plaza de toros cuadrada.
Pasamos a Sevilla para darnos una
vuelta en carroza con caballos, ya que era la manera más fácil de ver los
puntos de interés. “A su derecha el río Guadalquivir, a su izquierda el parque
María Luisa, más allá la Giralda y por allá la torre de oro”. Un robo por todo
lo alto el paseíto, porque barato no es, pero al menos te hace ver lo más
bonito de Sevilla y te deja en el corazón de la plaza España, que es centro de
atracción por sus bonitas fuentes, su cerámica y por su aparición en el
episodio 2 de Star Wars.
Seguimos a Granada para poder
disfrutar de su masiva Alhambra y el encanto general de la ciudad. Llegamos
finalmente a Córdoba con ganas locas de conocer la mezquita, y nos fuimos de
ahí con las mismas ganas, porque cuando llegamos nos cerraron las puertas justo
en la cara. Afortunadamente se estaba llevando a cabo el festival de los patios
en la ciudad, así que pudimos ver algo único. Dado el pasado árabe de Córdoba
(bueno de medio España), las casas antiguas del casco antiguo, normalmente
cuentan con un patio interior central. Para el festival, muchas de estas casas
pasan todo el año cuidando plantitas, plantotas y un montón de flores, con la
finalidad de que uno pueda pasar a ver el patio totalmente tapizado de
naturaleza. La festividad es sencilla en realidad, pero muy bonita, porque
además el ambiente que reina en la ciudad es muy alegre. Lo único malo es que
normalmente en los bares de toda Andalucía, al pedir una cerveza te regalan una
tapa, pero el volumen de curiosos despierta la codicia de cualquiera, así que
mejor te cobran lo que un día antes regalaban.
El paseo por Andalucía nos dejó
exhaustos. Había que relajarse y reposar las carnes en alguna playa, así que
nuestro siguiente destino se ubicó en el corazón del mediterráneo. Cerdeña.
Por el mediterráneo la única manera de desplazarse de manera cómoda es
en crucero. Esos barcotes equipados con toda clase de artilugios dedicados al
ocio, con restaurantes temáticos donde comes como si no fuera a haber un
mañana, casinos, albercas en cubierta y camarotes espaciosos de pequeñas
ventanitas redondas por donde puedes ver el mar azul. Nosotros por supuesto no
viajamos así, nosotros viajamos en Ferry-crucero, porque Fernanda en aquellos
ayeres trabajaba en una compañía que se dedicaba a eso y nos pudo conseguir
boletos muy baratos.
El Ferry en cuestión parece haber pasado por MTV. Es como si hubiera
salido de un programa llamado Pimp my
boat o algo así, porque lo venden como si fuera un mini crucero y no hay
nada más lejos de la realidad. Íbamos 5; Fernanda, Ricardo (el poblano, no el
tapatío), Carlos, una marroquí que no sé de donde salió y yo. La habitación que
sólo es para 4 personas, no tiene ventanita ni ventilación alguna, organizada
en dos literas plegables, con un espacio de separación entre ellas de un
cuerpo. El baño tenía todo lo necesario pero sin considerar los movimientos
propios de cualquier cuerpo humano. Lavarse el pelo en la regadera constituía
un reto a la evolución, porque al no poder extender los brazos hasta la cabeza,
uno se acaba sintiendo como furby lavándose el pelo como si solo tuvieras dedos
en vez de brazos. La prometida alberca en cubierta donde pensábamos relajarnos
nunca la abrieron y soplaba un aire tan fuerte que más de uno rodó desde proa a
popa. El trayecto de hecho iba a estar amenizado por unos dj’s y bailarines
italianos, que todo mundo vio sentado, porque era ridículo tratar de bailar
algo con aquel viento. Ellos lo hacían, pero supongo por que les estaban
pagando. El casino consistía en un tragamonedas y el restaurante lo evitamos
gracias a sándwiches que llevábamos preparados. Para cuando finalmente llegamos
a Cerdeña, lo único que queríamos hacer era tirarnos en la playa a descansar,
así que no puedo decirles si Cerdeña es bonito o no, porque buena parte del
atractivo del viaje era en sí el Ferry-crucero, que ya para esas alturas
temíamos solo de pensar en que había que regresar en él.
Había que estar a las 4 de la
mañana en el puerto para poder abordar al Ferry de regreso. Así que en vez de
pasar la noche en un hotel optamos por quedarnos de fiesta en la calle. Total íbamos armados con
Vodka y eran pocas horas. Nos ubicamos en una placita para comenzar las
cubitas, cuando Fernanda vio como un inocente pajarillo iba a ser devorado por
un gato. “! Hagan algo¡” gritó, a lo
que Carlos, como buen veterinario y
defensor de los animales que es, se prestó rápidamente para defender al
pajarillo, tomando lo primero que le vino a la mano y arrojándolo con tan poca
puntería que el objeto aventado se reventó en un árbol cercano. Un intenso olor
a alcohol comenzó a llenarnos los sentidos. Carlos no pudo encontrar otra cosa
mejor que aventar más que la única botella de vodka que teníamos. Así pues
pasamos la noche sobrios, con frío, en la calle y viendo como el gato se
zampaba un nido entero de pájaros.
El puerto quedaba un pelín lejos y empezar la caminata a las 3 am era lo
prudente. A mitad del trayecto y rodeados de total oscuridad apareció un coche
de policía marítima. Entre español-italiano-inglés, el policía nos preguntó que
qué hacíamos por ahí, se lo explicamos y amablemente nos ofreció acercarnos
hasta dónde íbamos. En el trayecto nos explicó que la policía ronda esa zona de
manera habitual, porque como nosotros, siempre hay gente tratando de ir al
puerto que después acababa perdiéndose. Mientras nos explicaba todo eso, a
Carlos que iba de copiloto, no se le ocurrió otra cosa mejor más que elogiar el
arma del policía “usted sí que tiene un pistolón”. Pocas veces he pasado tanta
vergüenza y me he reído tanto al mismo tiempo. Al llegar al puerto nos
enteramos de que el dichoso ferry llevaba 3 horas de atraso. Decidí que
necesitaba dormir, pero las sillas de la sala de espera en las que estábamos
eran re-incómodas, así que se me hizo fácil pedirle una pastilla de esas
soporíferas a Ricardo para poder conciliar el sueño sin importar la
anti-ergonómica silla. En mi vida vuelvo a tomar una pastilla de esas, es como
si se te subiera el muerto mientras duermes, bueno no, como si se te subieran
80 muertos mientras duermes. No pude volver a abrir el ojo y casi creo que me
metieron arrastrando al barco. Lo siguiente que supe, es que ya estaba de
vuelta en Barcelona.
Capítulo 4.
Con el invierno ya encima una de
las mejores cosas que se puede hacer es ir al paraíso fiscal Andorrano de
compras y de paso esquiar en los pirineos. Yo no compré nada por supuesto, pero
sí me apunté a esquiar, cosa que nunca había hecho pero que me llamaba mucho la
atención, no solo por el deporte en sí, sino también por la curiosidad de ver nevar
y caminar sobre nieve.
Lo mucho que me decepcionó
Andorra como ciudad, fue remplazado por una sensación pueril de alegría al
estar en la nieve. Sensación que conforme pasa el día cambia, pasa de “!Que
bonito, cuanta nieve¡” a un escueto “pinche nieve, pinche frío”. Me calcé los
esquís y con un par de explicaciones que alguien me dio, me fui a las pistas
infantiles, porque en el desierto potosino no hay mucho lugar donde aprender este
deporte y siendo autodidacta, preferí esquiar con los niños antes que con los
adultos. Pasé bastante tiempo entre una red anaranjada que parecía tener
magnetismo, porque invariablemente de la dirección que tomara acaba atrapado en
ella. Al final del día, ya medio empapado de tantas ocasiones en que visité el
suelo, tenía semi-dominado el tema, hasta que en una de esas, el esquí se atoró
en la nieve, el dispositivo de seguridad que lo libera falló y mi rodilla hizo
las veces de un bonito rehilete.
Ligamento lateral interno con daño grave, fisura en el menisco interno,
daño óseo a la altura de la inserción de ligamentos en la tibia, ligamiento cruzado
anterior totalmente roto y moral en caída libre mientras me retiraban de las
pistas en una moto-nieve.
Así, de golpe y porrazo (nunca antes mejor dicho), mis andanzas se
detuvieron abruptamente para dar paso a un desfile de visitas a doctores,
hospitales, máquinas de radiografías y resonancias magnéticas, para finalmente
aterrizar en el quirófano.
Estaré 6 meses fuera de combate y cada día que pasa me parezco más a Ana
Frank. Escribiendo mis memorias desde el encierro de mí casa, aunque claro, sin
la emoción de ser perseguido por la Alemania nazi.