Porque los pensamientos no se leen, primero se escuchan, luego se escriben, y entonces sì, se leen.

martes, mayo 02, 2017

Huele a Colonia

Lo poco evolucionado se me empezó a notar pronto. Para finales de secundaria era por mucho, el más peludo de la generación y de los primeros en comenzar a rasurarme. Si no fui el primero era porque me negaba a hacerlo, pero al fin la carrilla de mi compañero Toranzo acerca de mis bigotes de cerillo de la comercial pudo más que mi obstinación y eso me llevó a rasurarme por primera vez. Supongo que como la mayoría, no nos enseñaron a hacerlo, sino que simplemente aprendimos viendo cómo nuestros padres se ponían la espuma de afeitar en la cara, se pasaban el rastrillo y clac clac clac con él debajo del chorro del agua, para otra vez repetir la operación hasta quedar, como diría mi papá “Como nacha de princesa”. Otros lo harán diferente claro está, mi tío Juan, por ejemplo, tiene todo un ritual que involucra agua caliente, una toalla pequeña, ablandamiento de la barba y un escrupuloso manejo del rastrillo. Eso sí, seas de la corriente clásica o moderna del rasurado, invariablemente todos terminamos con las palmaditas de colonia cauterizadora y nos aguantamos como los meros machos el espontáneo ardor que ello provoca, sin poder evitar recordar (al menos yo) a Macaulay Culkin en la escena de “Home Alone” donde siente en carne propia lo de la colonia en cara recién rasurada. Afortunadamente yo ya no sufro con eso, puesto que me he dejado la barba desde hace muchos años (antes de que estuvieran de moda, por cierto).

Todo eso pensaba mientras revisaba en las pantallas del aeropuerto la puerta de embarque a la que debía ir para volar a mi nuevo destino. Justamente un lugar llamado Colonia.

Como ya es usual en mí, del nuevo lugar a explorar sabía poco menos que nada, salvo que se encuentra en Alemania, que el río Rin pasa por ahí, que tiene una Catedral muy famosa y que conseguir un hostal cuesta muchísimo trabajo. Bueno, inclusive, no conseguí hostal, logré rentar una pequeña habitación encima de un bar, que según internet, tenía muy buena ubicación.

Mis barbas (por no decir huevos) tienen buena ubicación. La habitación estaba a unos buenos 40 minutos caminando desde el centro de la ciudad, y la hallé de chiripa, porque llevaba un trozo de mapa que acababa justo en donde se suponía que empezaba la zona donde se encontraba. Llegué alrededor de las 10 de la noche, y no veía timbre, puerta, o recepción en la cual pudiera decir ‘ya llegué’, así que lo único que se me ocurrió fue meterme al bar a preguntar por las habitaciones que se rentaban en el edifico. Con la mochila en la espalda, me abrí paso entre los muchos y muy grandes alemanes que tenían abarrotado el lugar. Todos muy alcoholizados, todos con grandes cervezas en las manos, todos muy mayores y todos brincando y cantando una canción muy movida que repetía muchas veces la palabra “Auf Wiedersehen”. Para cuando llegué a la barra, lejos de estar molesto por el gentío, estaba de buen humor, el ambiente que reinaba en el bar era contagioso y hasta daban ganas de quedarse, pero el de la barra me dijo que era una fiesta privada, y que más bien como la canción, “Auf Wiedersehen”. Además de eso, me explicó que él era el encargado de las habitaciones que se rentaban a turistas, así que tuvo la gentileza de, nuevamente atravesando el alegre gentío, llevarme a mis aposentos. Que poco glamour de verdad, porque a las habitaciones se accede atravesando la cocina del bar, y yo, que tengo mucha alcurnia, me preocupó lo que pudieran llegar a pensar los Limantur si se enteraran que dormiría en las caballerizas.  

Habiendo dejado mis pertenencias en la humilde habitación, salí a explorar la zona y cenar algo. Era un poco tarde, y el barrio en donde estaba no tenía mucha vida. Me tomé una cerveza en un lugar que me pareció acogedor y acabé cenando un pedazo de pizza del único lugar con comida que había abierto, de postre, me comí el minúsculo chocolate que había sobre la almohada de mi habitación… era tan pequeñito que dudé si era cortesía del hotel o más bien el olvido de algún huésped… igual me lo comí.


Habiendo descansado, al día siguiente me dispuse a comenzar a pasear por ahí. El pensar en chutarme nuevamente 40 minutos caminando hasta el centro no me hacía excesiva gracia, porque el mapita no señalaba nada importante para ver a lo largo de ese trayecto, pero para mi sorpresa, resultó ser un paseo bastante agradable ya que tenía la posibilidad de hacerlo junto al Rin. Ver su agua fluir, observar los árboles que lo bordean y mirar a alemanes haciendo picnics a su lado, resulta gratificante, así sean 40 minutos de travesía.


El río me guió hasta el centro de la ciudad y lo dejé de seguir cuando topé con el puente Hohenzollern, que atraviesa el Rin y cuya característica principal es que está plagado de candados de amor. Creo que es el puente con más candados de este tipo que he visto. Se me hace una ñoñada eso de sellar el amor y tirar la llave al río, una cursilería empalagosa a más no poder. Cuando yo encuentre a mi Rose, le pediré que no hagamos eso, que nos limitemos solamente a ponernos en la proa de un barco para que sienta como que está volando a ritmo de “My heart will go on” de Celine Dion.


Habiendo visto tanta muestra de amor, me entró hambre, y busqué algo para desayunar. Descubrí un lugar llamado Merzenich que vendía unos pretzels gigantes cubiertos de almendra y canela (alabado sea el Señor), que para desgracia de mi metabolismo estaban buenísimos, así que me comí uno junto con un café con leche. Tengo que confesar que durante mi estancia en Colonia, me acabé comiendo unos cuantos más.

 

No conforme con la inyección de azúcar, entré al museo del chocolate que al parecer, es también famoso. Como en cualquier otro museo de ‘algo’; te cuentan la historia, los orígenes, las anécdotas, los protagonistas y todo eso. Puse atención por supuesto, pero mi mente divagaba constantemente en un solo pensamiento ‘¿A qué hora nos darán alguna muestrita?’. Pero el recorrido seguía y nada de chocolate para probar, así que mi esperanza estaba muriendo, cuando de pronto, cual oasis en desierto, apareció una enorme fuente rebosante de chocolate. Yum. Habiendo empujado un par de niños, me pude poner primero en la fila, me dieron una galleta de sabor y textura de cono de helado para que la pudiera mojar en aquel manantial de cacao. Sobra decir que me formé tantas veces como pude, hasta que el que repartía las galletitas puso cara de ‘¿En serio? ¿Otra vez?’. Justo al final del recorrido te dan la oportunidad de crear tu propio chocolate. Escoges la variedad; si negro, blanco, con leche, etc.; escoges también la colación, nueces, almendras, avellanas, pasas, etc.; y hasta puedes decidir si te lo espolvorean con chispas de más chocolate. Evidentemente no podía quedarme con las ganas de poner la creatividad a volar con combinaciones, y acabé por diseñar una bomba calórica que comí con un poco de remordimiento porque luego me quejo de que hago deporte pero no pierdo peso, cuando lo que debería de hacer, es agradecer que no sufro de obesidad mórbida.


Me dirigí hacia la plaza de la catedral, no con poco cuidado, puesto que hay personas acordonando una buena porción de área peatonal. Cuando pregunté por aquello, me explicaron que la ópera está debajo y los pasos de la gente al caminar molestan mucho a los músicos, tanto en ensayo como en presentaciones. Para programa tipo Discovery “Hoy en: ‘Grandes arquitectos que olvidan detalles fundamentales’ el techo de la ópera de Colonia y su falta de aislamiento acústico”.

Cuando llegué a la plaza, me llevé una sorpresa. Justo ahí hay una gran tienda llamada 4711, que alberga ni más ni menos que agua de colonia pero en el sentido perfumado de la palabra, no en el geográfico…bueno, que también, pero… a ver… más sencillo; el agua de colonia es una colonia que se hace en Colonia y 4711 es la marca de una de las colonias más antiguas del mundo de las colonias. Supuse que habría envases de muestra para probar, así que como en supermercado, me metí na’mas para perfumarme gratis con un poco de la mítica agua de colonia…que es una colonia….hecha en Colonia… en fin.


Lo siguiente fue entrar a la Catedral, la cual es verdaderamente espectacular y te puede tomar un buen rato solamente para contemplar su exterior porque parece que fuera bicolor y estuvieras viendo una construcción en blanco y negro. Por dentro es masiva y muy bonita, llena de recovecos, con grandes y coloridos vitrales y con un altar principal impresionante. A mi parecer, lo más espectacular es el secreto que guarda y que yo al menos, desconocía. En un pequeño sarcófago (técnicamente es un relicario, pero es que yo por relicario siempre pienso en algo pequeño y no en la cajota que tenía enfrente), descansan los restos de nada más y nada menos que de Melchor, Gaspar y Baltazar. ¡Los tres reyes magos! El trío está muy bien guardado en su mini ataúd con remates de oro y plata. El detalle me dejó boquiabierto. Nunca se me había ocurrido pensar que los reyes magos estuvieran enterrados por ahí, bueno, en este caso, enterrados no, sino exhibidos. Esta revelación me hizo plantearme muchas cosas. La primera fue tratar de explicar por qué los habían puesto a todos juntos en el mismo cajón. De entre las muchas teorías que desarrollé, la más convincente fue que para cuando encontraron los cadáveres en algún lejano lugar del medio oriente, ya estaban hechos polvo, así que lo más sencillo fue barrerlos juntos y ponerlos en la misma vasija para evitar así, la difícil tarea de separar el polvo de cada uno. La segunda cosa que me hizo plantearme fue el paradero de otros muchos personajes y cosas de la biblia, todos sabemos que las tablas de los mandamientos las encontró Indiana Jones y las dejó en una gigantesca bodega, el santo grial y la lanza que mató a Cristo los encontraron los nazis, pero aún quedarán cosas por ahí supongo. ¿Quién tiene algún ladrillo de la torre de Babel? ¿Dónde están los cuerpos de Adán y Eva? ¿En que se gastó las monedas de plata Judas además de una soga? Uf, cuantas dudas. También me hizo pensar en lo duro que ha de ser el explicar a los niños en Colonia aquello de que el 6 de Enero vienen los reyes magos…¿Cómo le dices a tu niño que el que puso chocolates en su zapato, está enterrado en una iglesia local y que vino junto con otros –muertos también - montando diferentes animales…? Es que relatado así, se parece más a la historia de los jinetes del apocalipsis antes que la de reyes mágicos y bonachones cargados de regalos. ¿Cómo lo hacen? ¿Tienen acaso una versión zombie de la tradición de los reyes magos? En fin, corto aquí mis digresiones al respecto, que no vaya a ser que la blasfemia provoque que me vayan calentando más la olla de azufre que me espera en el averno.

 

Me fui de la catedral, que por supuesto visité nuevamente de noche, puesto que la iluminación la hace ver espectacular, y cualquier viajero frecuente sabe que la misma ciudad es totalmente diferente siendo vista de día o de noche.


 

Como buena ciudad alemana, se puede tomar en la calle, así que todo se hace más ameno si en la mano cargas con una cerveza local llamada Dom. Me puse a recorrer el Rin aguas arriba y encontré una zona residencial bastante moderna y bonita, acompañada por 3 edificios corporativos en forma de L invertida que desafían un poco la gravedad, porque tienen una buena porción sin ningún tipo de sostén.


Un detalle curioso, y esperemos que dentro de un futuro, histórico, fue que caminando por ahí, me topé con un gran buzón amarillo que tenía pegada una estampa que decía “Love letters only”. Ese buzón con esa estampa, fue parte del mecanismo que encendió la bombilla para crear el proyecto de Esquinas Rojas (aquí aprovecho para darle publicidad www.esquinasrojas.wordpress.com y Facebook.com/esquinasrojas ), del cual no tengo palabras para describir lo maravilloso que es o hablar del gran equipo que lo hace posible. Quizás Martinoli sí las tenga, y probablemente se referiría a él como ‘Notable, sobresaliente, de alfombra roja y caravana’. Remato este pequeño breviario publicitario anotando que curiosamente hoy cumple 2 años de su creación.


Fuera de esos highlights, quizás haya más cosas que ver en Colonia, pero no muchas. Usé mi tiempo para caminar por la ciudad y callejuelas que son bastante acogedoras; hay un pequeño rascacielos, un parque bastante coqueto, muchas esculturas y me gustó ver que había Street art de calidad, inclusive me topé con un space invader.


 

Habiéndome cansado, y como no es manda andar todo el día caminando para arriba y para abajo, llevé a cabo una actividad a la que son asiduos los nativos y que no es otra más que el arte de tomar Doms contemplando el Rin, disfrutar del buen ambiente que hay en una pequeña área rodeada de arquitectura típica alemana, y comiendo por supuesto tortas de codillo asado, que son riquísimas y que huelen a deliciosa colonia de comida bien hecha.   


 

domingo, abril 09, 2017

Cuando lo barato sale caro en Oslo


Alguien me preguntó hace poco “¿Y cómo escoges a dónde viajar?”, “Escoger, escoger –respondí - … poco escojo… me limito a comprar el boleto de avión más barato que encuentre”. Y es así como la veleta llamada me-sobra-un-poco-de-dinero-pero-no-lo-suficiente-como-pa’-escoger guía mis huellas…aunque a veces lo barato sale caro.
Esta vez el boleto más barato que encontré me hizo ir a tierra vikinga. Oslo. Y desde que lo compré pensé en aquel chiste, “Acaban de inaugurar un túnel que va desde Oslo a Tasco y a usted le voy a dar un boleto” y me acabo riendo solo, porque por aquí lo del albur no se estila.
Dotado de un par de chamarras extras, y aguantado el calor que eso conlleva en el aeropuerto de Barcelona, (porque claro, volar barato, significa viajar con lo que llevas puesto y con lo que quepa en la maletita de mano, así que uno se acaba viendo como cuando metes las papas y los refrescos debajo de la chamarra al cine), volé a una de las ciudades con mejor reputación en el mundo.
Al aterrizar en suelo nórdico me sorprendió lo pequeño que se veía desde arriba. “¿Pues qué Oslo no es capital?”. Y es que yo pensé que Rygge era el nombre del aeropuerto, y no el de la ciudad a una hora de Oslo a la que finalmente llegué… que es otra de las cosas de volar barato… normalmente te dejan en aeropuertos geográficamente lejos de todo, que en algunos lugares del mundo resultarían sospechosos por su remota ubicación. Habitual que me pase a mí estas cosas, porque ni me fijé donde estaba el aeropuerto.
Al comprar el boleto de tren del aeropuerto a Oslo (ida y vuelta por supuesto), me di cuenta de que aquel viaje sería caro. Con decir que por el precio, hasta pensé que me llevarían a lo Cleopatra, en hombros y encaramado en un pedestal mientras alguien me bañaba en leche de burra… pero no… iba como cualquier hijo de vecino en un muy cómodo asiento de vagón.

 

Llegar a la estación central de Oslo es algo raro. Quizás fueran las fechas en las que viajé, pero una estación de tren normalmente es caótica. Gente por todos lados; mal humorados, ruidosos, algunos corriendo, otros durmiendo, y un largo etc. Es como un zoológico humano donde se pueden apreciar muchas especies. Pero esta estación era diferente, estaba casi vacía, no olía mal, y había tan poco ruido que se alcanzaba a escuchar el sonido de una flauta proveniente de fuera (lo cual es un detalle muy significativo, siendo yo tan sordo como soy).
Salí de la estación impresionado por la quietud que también reinaba en la calle, y observando que había una pequeña procesión que lideraba un flautista que me recordó mucho al video de “The safety dance” de  Men without hats. Como la música era vivaracha me les uní medio danzando porque iban rumbo al hostal en el que me albergaría.
Dejé mis cosas en el hostal no sin antes preguntar en el hostal por lo básico; donde comprar cerveza, lugares baratos para comer, cosas por ver, y razones por las cuales la ciudad parece desierta. Amablemente disiparon mis dudas, y me explicaron que justo eran días de fiesta en Oslo, y todos aprovechan para irse a esquiar, y al decir todos, no estaban exagerando, porque de verdad que las calles estaban vacías. “Bueno… ya conoceré a la vikinga de mis sueño en otra ocasión”
Comencé mi recorrido paseando por un pequeño semi-castillo de estos coquetones, que más bien parecen graneros acondicionados para aguantar semi-asedios. Me gustó mucho, porque contenía bastante naturaleza en su interior, como pronto descubriría, lo hace todo Oslo. Saliendo de ahí me dirigí al edificio del ayuntamiento, que está cerca del puerto, y que lo que tiene bonito es el puerto, porque en sí el edificio es una mole de ladrillos con un relojote.  Pero bueno, había que verlo. 

 

 

Paseando por el puerto me topé con un barquito que ofrecía una paseada por un fiordo. ¡Un fiordo!, no lo tenía planeado, porque eso sí lo revisé antes de ir. Los fiordos estaban lejos de Oslo, y no tenía tanto tiempo para ir a verlos, pero justo ahí en Oslo, me ofrecían ver la obra maestra de Slartibartfast por la cual hasta le dieron un premio. ¡Vería un fiordo!


 

Un pinche fior-timo es lo que vi. Y por “ver” digo mucho, puesto que el barquito se limitó a pasearnos por las aguas de la bahía de Oslo a la cual llamaban el “fiordo de Oslo”, así que lo vi, pero no lo vi. Lo único bueno en realidad fue ver unas casitas a lo largo de la bahía que sirven como pequeñas áreas de recreo para los nativos y que resultan realmente poéticas. También tuve la oportunidad de entablar conversación con una fotógrafa que se sentía igual de estafada que yo, pero que recomendó lugares que sí valían la pena ver, así que al menos saqué información valiosa de la experiencia.
Antes de seguir los consejos de la fotógrafa, busqué un lugar para comer, que ya empezaba a tener hambre. Aunque me hubiera gustado probar algo local, me fue imposible conseguir un préstamo bancario para ello. Con los miles de euros que cargo, me alcanzó para comerme una pequeñísima pizza, que por el precio pensé que llevaba trufa negra marinada en caviar, pero no, era una simple pizza margaita.
Después de comer, y a lo Ross en hotel, tratar de agarrar tanto como podía por el precio que ya había pagado en el restaurante, me dirigí al museo de Kontiki. Kontiki fue el nombre del barco/expedición que organizó un tal Thor Heyerdahl hace ya unos sesenta y pico años para demostrar que el hombre pudo llegar a América no a través del estrecho de Bering sino desde las polinesias en barquitos de palma. Desconocía totalmente la historia de este aventurero hasta que estuve ahí observando el barco original de aquella travesía (que por cierto sí logró, porque hubo una segunda expedición similar en otra parte para demostrar algo parecido, pero que ya no completó). Los habrá tenido de plomo el tipo este, porque aventarse al mar en aquel barquito a seguir estrellas está complicado (algo que quizás debería de aprender porque yo parezco paloma de iglesia, teniendo que dar 7 vueltas antes de ubicarme).

 


Ya entrados en temas de expediciones que pudieran parecer suicidas, me pasé a otro museo en honor a una de ellas. El Fram. Fram es el nombre del barco que se usó para explorar el polo norte hace ya un titipuchal de años, y en el cual navegaron unos tantos noruegos, el más famoso de ellos, un tal Nansen. Se tiene la oportunidad de entrar al barco, ver los camarotes, así como zonas comunes y pasear por la cubierta. Todo lo cual me parece muy entretenido tan solo por imaginar lo que aquellos vikingos modernos verían…nieve, hielo, nieve, nieve y más nieve “¿Qué buscamos mi capitán?” Habrá preguntado algún valiente marinero, y Nansen habrá contestado con esas frases que quedan tan bien en las películas pero tan mal en la vida real “Lo sabremos cuando lo encontremos”. ¿Pero que esperarían encontrar realmente?¿A Santa Claus?.

  


Por último fui al museo vikingo, que básicamente es un edificio con 3 barcos vikingos. El primero destruido, el segundo medio destruido (o medio construido, cuestión de enfoque filosófico) y uno enterito. Los tres originales. A diferencia del Fram, aquí no te podías subir a ninguno de ellos, y solo me pude limitar a ver sus cubiertas desde un pequeño atrio dispuesto para ello. Al no estar sobre la cubierta, ya no piensas en que se sentirá haber estado ahí, sino te hace pensar en lo que habrán sentido aquellos que veían venir el barco vikingo con su furiosa tripulación en modo berserker. Como mexicano no se me ocurriría otro pensamiento más que la bien usada frase frente adversidades insorteables “valiendo madres…”

 
 

Ya para la cena compré por el módico precio de poco menos de un riñón en mercado negro, una cerveza, pan y queso que me comí tranquilamente en la banquita fuera del hostal pensando en las travesías de los vikingos, en las del señor Heyerdahl y su Kontiki, la del señor Nansen y su Fram, las de Marco Polo en la corte Mongolia, las de Simbad y el montón de hombres que llevaba a su muerte, las del Nautilus del capitán Nemo, las de Frodo empecinado en fundir el anillo, y  las de otros tantos que han contribuido con sus increíbles viajes a la historia y desarrollo de la humanidad.
   

Al día siguiente seguí mi recorrido, y con un par de huevos cocidos en el bolsillo (no me gusta llevarme comida de los desayunos de los hostales…. Pero es que era eso o quedarme en la ruina económica) caminé por la ciudad sin rumbo fijo. Pude ver las bonitas y grandes casas de madera que abundan en la ciudad, el elegante palacio, construcciones modernas, diferentes parques, y una zona hippie con muy buen ambiente y llena de buen Street art. Mis pasos me llevaron sin querer y sin acordarme del tema, frente a la estación de autobús que quedó dañada después de los atentados de Breivik. Recordé aquella noticia, e inconscientemente acabé recordando la demás bola de matanzas que hay por todos lados, incluyendo mi querido México… dije alguna jaculatoria y seguí mi camino, porque si me quedo pensando en esos temas me termino deprimiendo.

       


También pude apreciar la impresionante cantidad de esculturas que hay en Oslo. Estoy seguro que el 95% de las esculturas que hay en el mundo están en Oslo* (*Estadística tipo Ricardo Pelaéz, es decir, sin ninguna clase de sustento). De hecho hay todo un parque dedicado a un escultor llamado Vigeland y que es una de las cosas a ver en la ciudad. Las esculturas están por todos lados y muchas de ellas flanqueando un largo puente que te lleva hasta la obra maestra del escultor. Un mega monolito que tiene esculpido un montón de cuerpos humanos. Las esculturas de este artista no te dejan indiferente. Son siempre modelos humanos y sus emociones… creo yo. Niños llorando, gente riendo, un persona enojada pateando niños, y así… El monolito me recuerda mucho a esas escenas de películas donde se retrata el purgatorio con gente hacinada tratando de agarrar un poco de aire. Inquietante pero impresionante.  

       

Por último pasé a ver un par de mega construcciones noruegas. La primera de ellas es la pista para salto de esquí que incluye el museo del esquí. Supongo que para los amantes del esquí, ese museo ha de ser el Olimpo, pero para un mortal como yo, aquello parecía más bien almacén de tienda de deportes de invierno, y pues en mi tierra no hay de eso, lo nuestro es el huizache y el fut, así que no me impresionó, lo único que sí gustó fueron los trofeos, ya que los hacían con cuernos de reno y están bastante pomposos. Lo que sí deja boquiabierto es ponerte en lo alto de la pista e imaginar a los atletas que se deslizan por ella para luego “volar” un montón de metros antes de aterrizar. Caer con estilo que decía Budy. Además las vistas de la ciudad son imperdibles. Ahí en la punta tienen la opción de una tirolina para turistas y “simular” lo que hacen los deportistas… evidentemente por un costo Noruego.


 

En la segunda mega-construcción de Discovery channel fui a ver el atardecer (que Titanic se lee esto). El techo de la ópera de Oslo. Y al decir techo, lo digo literalmente. La ópera está diseñada semejando un enorme iceberg (como con el que se estrelló el Titanic) y no tiene fachada per se, sino el techo sobresaliendo a modo de punta de iceberg para poderte pasear por ahí. Si hubiera estado acompañado diría que es un lugar romanticón, pero como estaba solo echando cuentas de lo caro que había salido mi viaje barato, lo único que puedo decir es que estaba bonito y era agradable.